viernes, 6 de agosto de 2010

( * ) Una libretita misteriosa


No es ningún secreto para mis conocidos que soy un recurrente lector de Stephen King. Pues bien, el maestro del horror ha estado metiendose en mi cabeza vía "The Cell", "El umbral de la noche" y "Buick 8" en estos tres últimos meses. Mucho SK y mucho frio han servido como combinación para que salga a la oscuridad (estas historias no ven la luz) este cuento. Un día de tantos salí de mi casa para ir a trabajar, me detuve en el grifo a comprar un café y entró una policía Fenix con una cara demasiado joven, compró una galleta mientras yo esperaba mi café y se fué, SK me susurraba en la cabeza algo que no enendí hasta que me fuí del grifo, he aquí lo que pude entender del dictado, que como bien él dijo: Monsters are real, and ghosts are real too. They live inside us, and sometimes, they win. Pues bueno, ganó el monstruo de las historias de terror:

Cuidado con lo que deseas... puede hacerse real

Es un anochecer frío, las nubes gris oscuro cubren el cielo casi en su totalidad, no se ven estrellas, sólo la luna grande y amarilla asomando por el horizonte semejante a un enorme grano purulento en la cara de un enfermo con la cara gris hecha jirones. Había salido de casa un poco más temprano de lo habitual, previendo el mal clima que sin duda nos aplastaría más tarde, el viento es intenso y se ven ya menos autos en la calle.
Dos cuadras antes del lugar donde suelo esperar a la movilidad que me lleva a la planta de textiles, hay una gasolinera con una tienda que tiene un café instantáneo servido de máquina que es bastante aceptable, ya que tenía algunos minutos decidí esconderme un rato de la cara de muerto que me escudriñaba desde lo alto con su grano purulento.

Al ingresar suena la campanilla y el dependiente apenas y despega la vista de la contraportada del diario amarillista que está ocupando sus sentidos, la habitual pseudo-modelo no tan agraciada que, escasa de ropas, espera alcanzar la fama en ese tipo de contraportadas. Me dirijo a la expendedora de café, pongo las monedas y escojo el capuccino de vainilla, mientras el aparato comienza su traqueteo, giro para buscar unas tostadas, en ese instante ingresa al lugar una mujer policía del cuerpo Fénix, trae la cara triste o quizá abatida, si no fuera el uniforme, podría apostar a que no tenía más de 15 años, es muy delgada y menuda; me pregunto qué hace a una niña así decidirse por el cuerpo policial, con lo mal que pagan y los riesgos que enfrentan, no parece una decisión inteligente en estos días.
Mi café está listo, recojo el vaso de cartón plastificado y me dirijo al dependiente para pagar las tostadas. La Fénix, ya está pagando un paquete de galletas, miro hacia fuera, desde aquí se ve mi paradero, no está aún la movilidad, ni que estuviera mal de la cabeza para salir a tomar mi café a la vereda.
La mujer paga sus galletas y pago yo luego mis tostadas. Me decido a tomar una de las sillas de la barra junto a la ventana, la Fénix ya está ahí con su cara triste y sus galletas solitarias, no quiero incomodar, escojo la silla más lejana a la de ella, y bebo mi café mientras contemplo las islas surtidoras de combustible, allá afuera hace un frio espantoso, pareciera como si el sol no hubiera salido aquel día, ya sólo nos iluminan los faroles de la calle y los de la gasolinera, y, por supuesto, el grano purulento desde su dominante posición cada vez más alta en el cielo sucio.
Adentro, no se está del todo mal, el café calienta mis entrañas, sólo me acompañan el sonido de mis tostadas y el del paquete de galletas que se abre y cierra muy cerca de mí. De hecho intento ignorar el trillado y repetitivo sonido de la “número uno de la semana en Radio La Pachanga” que me tiene hasta la corinilla en taxis, combis, estaciones de servicio y ringtones de celulares de los compañeros de trabajo. No hay forma de huir de la maldición pachanguera, igual que no hay forma de ocultarse del ojo amarillo enfermizo que ya me mira desde el cielo hacia dentro de la estación de servicio.
Me pregunto nuevamente qué hace una niña vestida con ese uniforme, encajaría mejor con el de las Girl Scout, quisiera preguntarle, pero no quiero ser impertinente, sólo volteo a observar y casualmente la Fénix voltea también, intento esbozar una sonrisa y sólo consigo una mueca que veo macabramente reflejada en el ventanal, ella no sonríe, por el contrario, hace un gesto de asco, achica los ojos y de pronto los abre grandes como faroles, iba yo a desviar la mirada, pero esto último capta totalmente mi atención: la oficial Fénix deja caer su última galleta al piso, comienza a toser y se desploma. Dejo mi café sobre la barra y me aproximo a ayudarla, quizá tiene un trozo de galleta atorado en la garganta, no tengo realmente idea de qué hacer en esos casos, pero acercarme, considero que es mejor que mantenerme quedo y pasivo.
Cuando estoy junto a ella un nuevo espasmo de tos sacude fuertemente su débil cuerpo y se coloca ahora sobre sus rodillas y se apoya en el piso con una sola mano, mientras con la otra golpea débilmente su pecho, La tomo de los hombros y le pregunto si se encuentra bien, intento incorporarla, la pongo nuevamente sobre su silla, y ella me aparta con una mano, sin responder ni levantar la mirada.
—¿Se encuentra bien? —Insisto, y mientras intento escudriñar su rostro, le digo—: Le traeré algo de beber.
Ella menea la cabeza en negativa y con su mano toma mi hombro, por fin levanta la cabeza y deja ver su rostro pálido y enfermo, ahora parece una niña de diez años.
—¿Señorita, le sucede algo? Yo podría… —No alcanzo a terminar la frase, pues me interrumpe un nuevo espasmo de la agente, esta vez es más fuerte y la derriba nuevamente al piso, al intentar ayudar veo que un líquido amarillo oscuro se derrama desde su boca de manera abundante, es un líquido viscoso, parece bilis, pero, no lo creo. Recuerdo vívidamente haber estado enfermo hace ya varios años y haber arrojado bilis después de vaciar todo lo que había en mi estómago, y creo que la bilis es más bien verde. La oficial intenta incorporarse y resbala, ahora está junto a mí el dependiente de la estación de servicio y me ayuda a levantarla.
Afuera no hay autos en las islas, sólo dos dependientes que no se dan cuenta de lo que ocurre dentro, comparten algo de un termo en tazas de plástico; aquí adentro ha comenzado a sentirse un olor rancio, como de coles hervidas que alguien olvidó de echar a la basura y se quedaron pudriendo por un par de semanas, la agente del orden no luce nada bien, ha manchado el uniforme, que curiosamente, ahora me parece que le queda más grande. No puedo dar crédito a mis ojos, realmente se ve ahora más pequeña, no venida a menos por las convulsiones, se ve de menos edad.
Ahora tiene la mirada atormentada de una niña que ha visto los horrores del infierno, tiembla, está pálida y tiene las manos como témpanos. Los ojos abiertos como platos, grandes, oscuros, acuosos, sus ralas cejas poco pueden proteger esos ojos del torrente de sudor helado que cae de su frente. Intento ignorar el hecho de que hace poco menos de un cuarto de hora, esta niña entró al establecimiento vistiendo un uniforme casi ceñido y aparentando 15 años, esta niña ahora parece una criatura de 6 años que se ha puesto la ropa de trabajo de su hermana mayor; no puedo, no es posible ignorar eso, contemplo su aterrorizada cara y por fin habla.
—Por favor, ayúdeme —Logra decir con mucho esfuerzo y escupiendo un poco de ese líquido maloliente—. Tengo este… —Nuevamente hay una interrupción, otro espasmo que parece que le hace vomitar el alma, la sostenemos de los brazos para que no caiga nuevamente al suelo. Tengo la impresión de que dentro de mis manos, su brazo se hace más pequeño, más delgado y frágil. El dependiente no atina a comentar nada, pero la expresión en su cara lo dice todo, está tan incrédulo como yo, asistimos como testigos a un prodigio que no podemos comprender. Vemos que efectivamente, la niña en nuestras manos es ahora más pequeña, sus pies ya no alcanzan al piso, se le han caído las botas dejando al descubierto un par de medias blancas arrugadas demasiado grandes para los pies que contienen, el rostro aún más infantil frente a nosotros no refleja nada de inocencia, es una mueca macabra que nos mira con pavor y desconcierto, ahora intenta hablar pero sólo los balbuceos apenas inteligibles de una niña de 3 años me dan a entender que saque algo del estuche de cuero que lleva junto al del arma.
Hay dos libretas: una que es la que utilizan los agentes de tránsito para escribir las infracciones; y otra más pequeña, con tapas de cuero duro sin tratar, tiene una cinta igualmente de cuero que la envuelve para mantenerla cerrada, esta libreta tiene una apariencia vieja, deshago el nudo y la abro, las hojas son amarillas y toscas, en la primera página hay garabatos que parecen haber sido escritos con una especie de carboncillo, son símbolos como runas, eso creo (mi hijo mayor ha estado leyendo ese libro de Tolkien y estos garabatos tienen la apariencia de aquellos que mi hijo llama Runas). El dependiente de la tienda estira el cuello para intentar atisbar lo que hay escrito, pone cara de desconcierto y finalmente anuncia que abrirá la puerta para ventilar el lugar, doy mi asentimiento, casi no se puede respirar con este hedor a coles podridas, una niña de 3 años me mira desde su asiento envuelta en ropas grandes, desconcertada, asustada, triste y macabra a la vez, como un pequeño súcubo castigado por un demonio mayor.
Cuando el dependiente vuelve, he revisado las cuatro primeras páginas y son este conjunto de runas que no comprendo, el dependiente ve que la niña se estabiliza y recobra un poco de color en el rostro y decide ir por un trapeador y un cubo de agua, yo, entretanto, continúo revisando la misteriosa libreta, la quinta página tiene jeroglíficos que parecen egipcios, serpientes, halcones, círculos y figuras humanas en actitud de labrador, de sacerdotes, sólo he visto esto en películas, son trazos finos y cuidadosos a diferencia de los primeros. Tampoco los comprendo. Página 6, esto ya se parece a algo, pero no logro leer nada, me interrumpe un nuevo espasmo de la que hace un rato era una agente de policía.
Esta vez, la desgraciada criatura vomita más profusamente este líquido amarillento sobre el recientemente trapeado piso, no cae al piso porque la sostengo en su silla como puedo, no puedo evitar mancharme las ropas, cuando de pronto caigo en la cuenta que tengo en brazos una nena llorona de menos de un año, pálida, escuálida, fría. Llora inconsolablemente, la envuelvo como puedo en lo que solía ser su ropa de adulta, pero no logro calmarla, la acuno, la meso pero nada parece funcionar, es un llanto como de dolor, no tengo la menor idea de qué debo hacer, todo esto ha sucedido tan rápido que no me da tiempo a pensar, es una locura, es increíble, pero es verdad, lo estoy viendo, sé que no estoy soñando ni alucinando, es real aunque me niegue a creerlo. El llanto se intensifica, es una bebé que llora con gritos desgarradores y de pronto se sofoca, su rostro adquiere una tonalidad azul y vomita más de ese líquido viscoso, sólo que esta vez en menor cantidad.
El dependiente se acerca junto a mí, tan callado como todo este tiempo, vemos que la bebé deja de llorar, se encoje literalmente, decrece su tamaño a tal punto que cabe en la palma de mi mano, adquiere un color entre pardo y gris, se lleva el dedo pulgar a la boca y aun que no lo quiero creer, tengo un feto de casi 6 centímetros en mi mano, ahora de 5, de 4, va deformándose, su cuerpo se hace más pequeño que su cabeza, 3 centímetros, luego 2, su decremento de edad es cada vez más acelerado, tengo algo parecido a un renacuajo rojo en la palma, se dobla como un caracol y al final sólo tengo una mancha de ese líquido amarillento y viscoso con un punto rojo que parece sangre en el medio. Intercambio miradas con el dependiente sin mediar palabra, son miradas de estupefacción, estamos pasmados por todo lo que acabamos de presenciar. Me dejo caer en la silla que estuve ocupando hace rato, cuando parecía una noche típica de invierno y el antojo de un café me trajo a presenciar semejante evento.
Voy cayendo en la cuenta que se supone que debería ir a trabajar, miro hacia mi paradero, veo el reloj. El transporte ya debe haberse ido sin mí. Afuera no hay mayor actividad, nadie parece haberse dado cuenta de lo que sucedió aquí dentro. Tengo aún la mano manchada, tomo unas cuantas servilletas de papel de encima de la barra quito como puedo el líquido viscoso, entro a los servicios, me lavo bien las manos y me arrojo agua al rostro, quiero asegurarme bien de que no estoy en una pesadilla, definitivamente estoy en la realidad.
Al salir, veo al dependiente junto a la máquina de café esperando a que ésta termine su traqueteo, me acerco a las ropas de la oficial que han quedado sobre su silla y tomo nuevamente la libreta misteriosa y busco la página que me quedé intentando leer, son letras como las que usamos hoy en día, al menos se parecen bastante, los trazos son de líneas rectas y describen ángulos cerrados en sus intersecciones, lo que alcanzo a leer parece latín: opto vivire in craterellus. No me dice nada, no comprendo. Sigo revisando la libreta y veo diferentes lenguas, diferentes símbolos, hay letras que parecen griegas, hay escritura hebrea, árabe, y todas están en frases cortas, cada frase en una página. La libreta sólo tiene dos páginas limpias al final, antes de éstas, la inscripción en tinta azul y letra corrida: No deseo envejecer nunca.


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