domingo, 24 de febrero de 2008

( * ) Deja Vu


En el taller del que ya hablé antes, una de las personas que conocí, es Carlos Enrique, (ver link revista argonautas). Él me sugirió la idea de hacer un relato de Ciencia Ficción. Yo tenía una idea hace mucho tiempo pero no tomaba forma del todo. En esta oportunidad me puse a jugar con tal idea y resultó en este cuento SciFi que está aquí igual que los demás a la espera de su crítica.



—¡Vaya Estaban! Es la cuarta vez que me sucede hoy día. ¿Sabes lo que es un déjà vu? —le comenta muy emocionada Silvia a un novio y éste responde casi con indiferencia, más por compromiso y haciendo una mueca que aparenta un poco de interés.

—Pues, creo que sí, o sea, creo que he oído esa palabra en… bueno, no sé, por ahí, supongo. ¿Qué importancia tiene?, mejor sigamos haciendo lo nuestro.

—¡Es lo único que tienes en la cabeza!, Escúchame, mira. ¿Nunca has tenido acaso la sensación de que un instante de tiempo ya lo viviste?, a mí me parece alucinante, ves, o sea, es como ahorita por ejemplo, me estabas besando y cuando tocaste el primer botón de mi blusa, y la canción en la radio justo cuando dice “I’m a demon speeding” —Silvia trata graciosamente de imitar la voz de Rob Zombie— Todo eso junto, ¿me entiendes?, es como si ya lo hubiera vivido, es como si de pronto recordara que … —Esteban interrumpe bruscamente.


—Ya pues flaca, sí, ya te entendí, no soy tan bestia, el que tu papá sea un científico no te dice que el resto del mundo es tonto. Sí, ya me acordé ese rollo del déjà vu, es solo un… no sé, un error de la Matrix pues —comenta esta vez con cierta ironía— aunque ahora creo que es más bien un pretexto, si no quieres hacerlo en el auto porque te da vergüenza o tienes miedo de que alguien nos capture en la playa, normal pues, dímelo y nos vamos a un hostal, pero no empieces a tratar de explicarme científicamente cosas que realmente no tienen importancia.

—Tú si que eres tonto ¿verdad? —Silvia le increpa ya más incómoda— La matrix, la matrix. ¡Esa es una película, tarado! Mira, algunos estudios dicen que… —Silvia se ve interrumpida nuevamente por el impaciente novio.

—Ya para por favor, te dije que no me interesa. Mejor regresamos, te dejo en tu casa y conversamos mañana.


Esteban enciende el auto y junto a Silvia dejan el solitario rincón al que solían acudir a finales del verano. Dejan atrás en enfurecido ruido de las olas golpeando la playa de piedras, aun que ese furioso embate continúa azotando a la pareja en el interior del vehículo. La noche cerrada y con pocas estrellas parece haber llegado también a sus corazones.

A la mañana siguiente Silvia se levanta y se alista para ir a la universidad, prepara el desayuno para ella y su padre y se sienta a esperar a que éste baje al comedor.


—Anoche volviste más temprano de lo usual, hija. Y, a juzgar por cómo azotaste la puerta del auto de Esteban, y la carita que traes esta mañana…


—No es nada papá —interrumpe antes de que su padre comience a deducir todo, Silvia no quiere hablar de la discusión con su novio. Tiene una relación cercana y confidente con su padre, pero ella juzga que es mejor esperar a que su mal humor se disipe un poco más antes de contarle a su padre que en el camino de regreso la tempestad arreció más y más y terminaron por mandarse cada uno a la respectiva madre que los parió; hecho que hirió gravemente a Silvia.


—Hijita, no hace mucho que tu mamá ya no está, pero puedes confiar en mí y…

—Lo sé papá —lo toma de la mano y lo mira con ternura— ya te contaré después, ahora quiero ocupar mi cabeza con otros asuntos. Mejor cuéntame tú, cómo va el proyecto ese en el laboratorio.


—¡Ay hija! —Dice el padre con tono algo cansado— Llevamos casi cuatro años intentando. El construir la máquina con los conceptos y las ideas de Hawking y de Einsten, no fue difícil, pero sí laborioso, como ya sabes, pero el problema es que siempre falla cuando hacemos las pruebas. Hay un tipo nuevo en el laboratorio, ha venido de Europa, y según dicen tiene mucha experiencia trabajando con campos magnéticos y ha trabajado con los grandes en el CERN, y es un experto en el acelerador de partículas, en resumen, hija, el tipo es una eminencia. He llegado a saber también que ha conseguido documentos del proyecto Filadelfia…


—¿Ese del buque o submarino o no sé qué nave del ejército norteamericano que supuestamente se teletransportó?— Los ojos de Silvia ocupan casi la total superficie de su rostro.

—Sí, ese mismo —responde con una sonrisa orgullosa—. Supuestamente no ha quedado registro alguno de ese experimento, pero según se comenta, muchos de los aportes de Irving Jessup (así es como se llama), provienen de esta base de conocimiento. Él le está dando un buen impulso al proyecto y esta noche tendremos otra prueba, espero que nos vaya mejor que anoche.

—Yo también lo espero papá, y me emociona saber que vas bien encaminado con el proyecto. Yo quisiera acompañarte, pero ya me dijiste que no me pueden permitir la entrada, sólo espero terminar la universidad pronto y ojala puedas ayudarme a conseguir un trabajo en el Laboratorio, aun que sea para limpiar el piso.

El padre de Silvia sonríe, acaricia la cabeza a su hija, le da un sorbo a su café y le muestra lo orgulloso que se siente del empeño que ella pone en su objetivo. Sin embargo, ni siquiera asoma por su cabeza la sospecha de que ella, nunca terminará la universidad.

Esa misma noche…

—¡Vaya Estaban! Es la cuarta vez que me sucede hoy día. ¿Sabes lo que es un déjà vu?

miércoles, 13 de febrero de 2008

( * ) Los Cuatro Destinos de Laertes.


Aquí dejo a consideración un segundo relato de mi autoría, Esta vez inspirado por el genio Norm (ver Padrinos Mágicos) y por el cuento del Diablo en la Botella (Bottle Imp) del escritor escocés Robert Louis Stevenson.

Algunos bares son lugares de perdición, algunos otros lo son de alegrías y reencuentros, otros, de lágrimas y penas, hay muchos tipos de bares y muchas cosas que en ellos acontecen. Pero principalmente, creo yo, indistintamente del tipo de bar que sea, son todos mares de historias. Una noche de invierno en la que me encontraba navegando en uno de estos mares, conocí a un sujeto muy singular, cuya historia merece ser contada. Su apariencia desaliñada, su barba de varios días y sus cabellos sin peinar, construían la apariencia de quien no tiene motivos para volver a casa. Había, sin embargo, una vivacidad tremenda en su mirada y su hablar elocuente que me animaron a escucharlo.

Mi nombre es Laertes, solía trabajar, cuando joven, como mecánico automotor, harto de la poca paga y los malos tratos del dueño del taller, decidí aventurarme como mecánico de motores en un barco carguero.

Zarpamos del puerto del Callao y luego de ocho meses entre arribos y salidas, llegamos al puerto de Alejandría en la costa norte de Egipto, lugar donde el carguero permanecería seis días. Terminadas mis labores de mantenimiento preventivo obtuve permiso para descender a tierra, aproveché entonces para pasear por el puerto y recorrer sus alrededores.

Mis pasos me llevaron a un mercado cercano, ruidoso y caótico, la gente gritaba y regateaba y aun que parece que pelean, es la forma usual de negociación por estas latitudes. Un puesto en particular me llamó la atención por tener piezas de apariencia antigua pero que visiblemente son réplicas de objetos de arte del antiguo Egipto, uno de estos objetos logró cautivarme de manera especial, estaba cuidadosamente bien hecho, me refiero a que aparentaba real antigüedad. Pronto me ví en posesión de un pequeño ídolo de vidrio negro que representa al dios egipcio Anubis.

Pasados los seis días, partimos con rumbo sur a Ciudad del Cabo. Con rumbo fijo y sin mucho trabajo, dedicaba algo de tiempo a la lectura en mi camarote. Una noche, al colocar mi taza de café sobre la mesa de noche, empujé accidentalmente el ídolo de Anubis y éste fué a dar contra el suelo metálico y para mi sorpresa, no se rompió, sin embargo noté que la cabeza del Señor de la Necrópolis se había torcido, cosa que me pareció por demás extraña en un adorno de vidrio. Al examinar la pieza pude notar que la cabeza es una especie de tapa, con algo de esfuerzo y con la ayuda de una navaja, logré destapar la pequeña botella.

Al instante experimenté una sensación de mareo, al mismo tiempo que un olor rancio y podrido inundaba la habitación, coloqué la botella sobre la mesa de noche, y justo cuando me dirigía a abrir la venta, me sorprendió la visión de algo increíble y escalofriante:

Frente a mí, vi materializarse lo que al principio pensé que era un niño, su rostro era joven pero aparentaba experiencia y en definitiva, no era humano, su mirada: fija y severa, sus ojos rojos como la sangre, su piel cobriza y sus cabellos negros como noche sin luna, iba ataviado con una rústica túnica de color negro sin ornamentación alguna. Descalzo y parado frente a mí, hizo una breve reverencia y pronunció palabras que no pude entender.

Sólo la suerte impidió que caiga yo desmayado por la impresión o muerto de un infarto. Aún muy asustado y sin entender bien lo que estaba sucediendo, llegué a decirle que no le comprendía. Este ser me observó fijamente como si tratara de leer mi mente, y al cabo de unos segundos se presentó de esta manera.

—Kayhan Ben-Ahmadineyad es mi nombre —me dijo. Y luego continuó explicando— mis enemigos, haciendo uso de poderosos encantamientos, unieron fuerzas y me encerraron en esta botella hace muchos años y me abandonaron en este plano de existencia —lo que dijo dentro de todo este contexto se me antojó salido de un cuento para niños y ya después reflexioné que historias de genios y lámparas maravillosas se habían contado miles de años atrás y que quizás tendrían algún asidero en la realidad misma.

—Y... ¿Qué eres exactamente? —pregunté.

—Soy un efrit y en agradecimiento por mi liberación habré de concederte 3 deseos al final de los cuales seré libre incondicionalmente —respondió con solemnidad.

No podía creer lo que me estaba ocurriendo y mucho menos lo que estaba escuchando, llegué a pensar que estaba alucinando. He oído decir que cuando uno se vuelve loco comienza con alucinaciones, algunos creen hablar hasta con Dios. ¡Y vaya que esto era una locura!. Tenía frente a mí nada menos que a una especie de geniecillo de botella mágica y me lo estaba creyendo.

—Entonces. ¿Qué vas a desear? —Me dijo, interrumpiendo así mis cavilaciones.

—Muy bien —Le dije, recobrando un poco la calma.— Primero vas a decirme por qué es que te encerraron y castigaron de esa manera—

—¿Deseas saber el motivo de mi encierro? No comprendo por qué pero te diré mi historia —y comenzó entonces a relatarme más o menos lo que le había acontecido.

En otro tiempo, muchos años atrás, fue convocada una gran cantidad de efrits desde nuestro plano natural de existencia. Una fuerza poderosa abrió un paso a tu mundo y llegué junto con una legión de setenta y dos miembros.

El rey Sulaymán, tenía en su poder un libro grimorio muy antiguo, en el que se detallan los pasos para conjurarnos, este libro también contiene todo el conocimiento y los métodos para obligar a los seres de mi especie a cumplir favores a tu raza.

No le fue fácil a Sulaymán tener el dominio de la legión, aun que finalmente logró forzar a algunos a servirle y a hacer grandes y magníficas edificaciones en nombre de su Dios y su religión y a conseguir para sí cuantiosas riquezas. Algunos otros nos revelamos y opusimos fuertemente a su mandato y es así que se desarrolló una batalla en la que los rebeldes no pudimos salir victoriosos. Siendo seres inmortales en este plano, fuimos encerrados en recipientes de representaciones sagradas, como ese de Anubis, y abandonados en diversos lugares, condenados a esta prisión hasta el día la Rendición de Cuentas.

Sulaymán ofreció pergaminos de libertad a los efrits que estuvieran de su lado, pergaminos que entregaría el día de su muerte. En tales escrituras se detallan los encantamientos necesarios para volver a nuestro plano natural de existencia. Y cuando deje yo de ser tu esclavo dedicaré mis días a encontrar esos hechizos.
—Tu deseo ha sido concedido, he concluido mi historia —me dijo, y tras una breve pausa añadió— Te quedan ahora dos deseos.

—¿De qué estas hablando? —Exclamé sorprendido— Yo solamente quise saber la razón de tu encierro para tener una idea de...

—Es así —me interrumpió— que pregunté si era tu deseo el conocer mi historia y con tu silencio y venia aceptaste, pues, he cumplido tu primer deseo.

¡Ah embustero! El muy astuto ser me había engañado. Tenía que tener más cuidado si no quería desperdiciar mis otros dos deseos. Tenía que pensar con calma y claridad, así que me dispuse a traerme otra taza de café.

—¿Deseas otra taza de café? —me preguntó astutamente este embaucador de otro mundo.

—¡Ja! —respondí.— ¿Acaso me crees tan tonto como para caer nuevamente en tu zancadilla? Ni lo pienses. Este café lo quiero preparar yo mismo.

—Pues, como desees amo, te concedo preparar tu propio café — dijo con mucha ironía provocando mi furia. El maldito lo volvió a hacer y tonto de mí que dije que lo quería preparar, eso expresaba claramente un deseo y éste efrit me lo concedió, ahora me quedaba sólo uno y no podía desperdiciarlo. Sabía que cualquier cosa que yo dijera, la usaría el efrit para liberarse de mí lo antes posible.

—Escúchame bien, Kayhan, voy a formular mi deseo, pero no me interrumpirás ni cumplirás nada hasta que hayas escuchado decir la frase: Es esto cuanto deseo. —Sin darle tiempo a responderme o repreguntar, continué inmediatamente.— Me vas a entregar un mapa de mi mundo, en él vas a marcar los lugares donde se encuentran las botellas de los efrits que aún quedan prisioneros. En la parte de atrás del mapa escribirás en mi idioma y en caracteres que yo pueda leer fácilmente, instrucciones precisas de cómo hallar las botellas, la forma y el dios que representa cada una de ellas. La calidad del papel en el que esté el mapa será de la mejor, al igual que la tinta, deben ser muy resistentes. Es esto cuanto deseo.

—Podrías —dijo el geniecillo, encarnando perfectamente la ironía y la soberbia— haber deseado tener todas esas botellas aquí delante de ti, pero ya que quieres un mapa, pues, concedido.

Y diciendo esto, desapareció junto con su fétido olor. El ornamento con la forma de Anubis yacía roto en varios fragmentos sobre mi mesa de noche, debajo de los pedazos de vidrio negro estaba el mapa que pedí con todos sus pormenores.

Así es, amigo mío, que aprovechando mi trabajo en el buque mercante y los viajes a los que me lleva, me dispongo a buscar las cuatro botellas que están señaladas en el mapa.

Vaya tipo simpático este Laertes, trae consigo una historia de lo más increíble, me pone a pensar qué es lo que le impulsaría a contarle tal cosa a un extraño en un bar.

viernes, 8 de febrero de 2008

Comentario: Soberanía nacional

Los conflictos armados son absurdos, pero los hay unos más que otros, Vietnam por ejemplo, hasta ahora muchos nos preguntamos qué rayos tenían que hacer los gringos por esas latitudes.

Otro conflicto absurdo fue uno que vivimos más de cerca allá por el año 1982, haciéndo matemáticas yo tenía 7 años, estaba en el colegio y de esa edad lo único que recuerdo son algunas menciones que se hacían en la televisión interrumpiendo los dibujos animados, en los que se podía oir algo de una guerra en las Malvinas. En ese momento no tenía idea de dónde quedaban las dichosas islas.

El colegio en que estudié la primaria era inmenso y quedaba a medio camino subiendo un cerro, sí, en la ruta hacia Saqsayhuamán -Quienes conocen el Cusco ya saben de cuál colegio hablo- Recuerdo que la salida acondicionada para automóviles era una ladera que tenía a un lado un pabellón de aulas y al otro lado una especie de barranco, no muy alto, pero sí empinado, suficientemente peligroso cuando tienes siete años y los curas te han metido la idea de que es peligroso, ya viéndolo cuando mayor, no lo era tanto.

El punto es que a ese pequeño barranquito, dada su peligrosidad, algunos de los chicos de secundaria le llamaron "Las Malvinas". Y se contaban historias de algunos de los más avezados, que Fulanito se fue ayer por las Malvinas, que Sutanito lo siguió, que Mengano se resbaló y terminó con algunos rasguños, etc. Era un riesgo innecesario, pero, como dijo alguna vez un buen amigo mío "La aventura es sólo para los valientes", y es verdad, muchos por el solo hecho de sentirse valientes en relación a los demás, tomaban el riesgo de ir por Las Malvinas.

Es todo lo que de esa guerra recuerdo mientras fuí niño, ya de adulto supe que fue una guerra
que enfrentó a Argentina contra Inglaterra y el resto es historia que muchos ya conocen de sobra y que no es objeto de este espacio tampoco. A lo que viene tamaña introducción es a un cuento de Rodrigo Fresán llamado Soberanía Nacional. Nos muestra con una muy buena dosis de humor, lo absurdo de la guerra, nos caricaturiza los estereotipos de los participantes y hace gala de una impecable narrativa multipersonaje. Les dejo aquí el cuento en cuestión para su deleite.




La Soberanía Nacional
Rodrigo Fresán





Ayer a la tarde vi a mi primer gurkha. Estaba sentado, de rodillas frente a un pequeño fuego que no sé cómo se mantenía encendido bajo la llovizna. Sonreía a la nada y limpiaba su daga con la misma devoción cansada con que una madre le cambia los pañales a su hijo.
Yo me había alejado de mi grupo casi sin darme cuenta. La idea era buscar un lugar tranquilo para escribir una carta que no iba a ningún lado. Escribimos muchas en estos días. Parecemos estatuas inclinadas sobre hojas de papel, ubicadas de espaldas al viento, sosteniendo lápices con el puño cerrado para que no se vuelen las letras. Escribimos nuestras cartas con la plena seguridad de que nadie va a leerlas porque, se sabe, el correo nunca fue muy eficiente que digamos. Lo que hacemos entonces es escribirlas y leérnoslas en voz alta. De este modo nos convertimos en novias y familias y amigos y se atenúa un poco la sensación de estar escribiendo en vano. El sargento Rendido nos regala una hora por día para que nos perdamos y nos encontremos en este ejercicio de dudosa utilidad.
Pero ayer tenía ganas de escribir a solas. Porque iba a escribir la carta más inútil de todas. Iba a escribir a Londres y no tenía ganas de leerla en voz alta. Mejor no. Nunca falta un loco, como el tipo ése que no para de remendar su uniforme, que va a pensar que soy un traidor o algo por el estilo por el solo hecho de escribir a Londres. Allí está mi hermano mayor. Trabaja en un restaurante y no puedo evitar preguntarme qué puede estar haciendo mi hermano en un restaurante de Londres. Misterio no tan misterioso. Supongo que la idea, como siempre, es mandarlo lejos: mi hermano mayor tiene lo que muchos entienden como personalidad problemática. La cuestión es que ahí está ahora. Y yo estoy acá. Y yo le estaba escribiendo cuando vi a mi primer gurkha.
Hablábamos sobre ellos todo el tiempo pero hasta ahora nadie se había cruzado con uno y, esto va a sonar idiota, lo primero en que pensé fue en pedirle un autógrafo. Pero enseguida me subió el miedo. Los gurkhas cortaban orejas o al menos eso dicen. La cuestión es que me quedé ahí, agarrándome la cabeza. El gurkha vino dando saltitos hasta donde yo estaba. Se desplazó sin desperdiciar un solo movimiento y no pude evitar sorprenderme cuando abrió la boca y me habló en un correctísimo inglés.
–¿Qué hay de nuevo, viejo? –me dijo, con la voz de Bugs Bunny.
Largué un suspiro largo mientras pensaba que, claro, entonces todo esto era una pesadilla y yo me voy a despertar en cualquier momento; porque la existencia de un gurkha que imite a Bugs Bunny era aún más imposible y ridícula que toda esta guerra junta.
Pero no. Abrí y cerré y abrí los ojos y ahí estaba la limpia sonrisa de Bugs Gurkha. Me preguntó si yo hablaba inglés y le dije que parte de mi familia era inglesa.
–¿En serio? –dijo–. La verdad que no deja de ser gracioso.
Sacó un paquete de cigarrillos y me ofreció uno. Fumamos en silencio.
–¿Y cómo anda todo por ahí? –preguntó después de unos minutos.
Le contesté que no entendía a qué se refería con por ahí.
–Por ahí... –hizo un gesto vago que bien podía incluir el resto del mundo–. Ya sabes.
–Supongo que bien –contesté para no contrariarlo. Yo cargaba mi fusil al hombro y el gurkha tenía, aparentemente, nada más que una daga. Pero yo apenas había apretado alguna vez el gatillo mientras que el gurkha hablaba y hacía malabares con su cuchillo como si se tratara de una prolongación de su brazo. Dejé caer mi fusil y volví a llevarme las manos a la cabeza. Todo había terminado. Iban a tomarme prisionero. Pensé en el fanático de los Rolling Stones allá en el cuartel, en el puerto. Lástima que no esté acá, pensé.
El gurkha parpadeó varias veces como si no entendiera y al final estalló en una carcajada inesperada. Como si se riera en ideogramas pintados con tempera negra.
–No entiendes... no entiendes –decía agarrándose el estómago. Y, cuando intentaba explicarme, otra vez la carcajada de él y la sensación mía de estar siendo soñado por otra persona, por un desconocido.
–Yo soy tu prisionero –dijo por fin a la vez que me entregaba el cuchillo con la empuñadura para mi lado.
Le dije que no, que de ningún modo, que el prisionero era yo. El seguía negando con la cabeza, moviéndola de un lado a otro con la misma intensidad de quien supo resistirse a tomar la sopa en más de un momento de su vida.
–YO-SOY-TU-PRISIONERO –repitió pronunciando con mayúsculas y golpeándose el pecho con la mano abierta.
Intenté explicarle que no le convenía. Si yo lo tomaba prisionero le podía llegar a ocurrir alguna de esas cosas espantosas que siempre me están pasando. Le dije que no era casual que yo anduviera solo por el frente de combate. Nadie quería tener nada que ver conmigo. Por eso lo mejor era que me tomara prisionero, que me entregara a sus mayores y me encerraran en una habitación hermética de alguno de los acorazados. O en el Queen Elizabeth. Tenían lugar de sobra. Y yo necesitaba ese lugar para poder pensar tranquilo.
Finalmente le dije que, después de todo, yo me había entregado primero. La Convención de Ginebra estaba de mi lado.
–No, amigo, el hecho de que sea gurkha no significa que tenga que ser supersticioso. Puedes guardarte todo eso para los adoradores de la diosa Khali... porque yo soy tu prisionero. Así que vamos. ¿Para qué lado queda el cuartel?
Le dije que muy bien; que no me tomara prisionero, pero que se fuera rápido porque no le convenía estar cerca de mí. Le dije que tengo una suerte espantosa y que traigo mala suerte. Pero no sirvió de nada.
–Prisionero yo soy –me explicó como si cambiando el orden de las palabras pudiera convencerme.
Entonces se inclinó para agarrar el fusil y dármelo y entonces el fusil se disparó, claro.


La verdad que los hacía más petisos a los gurquitas ésos. No sé, los chinos son todos petisos, ¿no? Pero éste era casi tan alto como yo. Tal vez lo que pasa es que se estiran un poco cuando están muertos, ¿no? Lo trajeron anteayer al gurquita. Pobre flaco. Será el enemigo y todo lo que quieras pero morirse así, la verdad que te la regalo. Con el agujero de la bala justo entre los ojos. Y quién iba a decir que el mufa de Alejo tenía tanta puntería. O que era tan valiente. El asunto es que la guerra se acabó tanto para uno como para otro. El gurquita bajo tierra y Alejo en el hospital y del hospital a casita. Y de eso se trata, unos viven y otros mueren. Es sólo rocanrol pero me gusta. Parece que el gurquita se le tiró encima por detrás, venía arrastrándose como una serpiente y clavó el cuchillo en el brazo. Se pusieron a luchar, Alejo se soltó, hizo puntería y, ¡bang!, paint it blac y a otra cosa, loco. Venir a morirse tan lejos. Y lo exhibieron por todo el cuartel como si fuera el cadáver de Brian Jones.
Y aquí estamos, en la guerra. ¿A quién se le iba a ocurrir? Yo en la guerra. Y de voluntario, además. Algunos flacos me miran como si estuviera loco. Pero yo la tengo super clara. Lo que pasa es que no puedo decirles por qué me anoté en ésta. Tengo que jugarla tipo viva la patria, alta en el cielo, tras su manto de neblina, se entiende, ¿no? Porque si Rendido se entera, el bardo que se arma va a ser groso. Rendido es el sargento Rendido. Pobre gordo, milico y con ese nombre. Rendido es el que está más o menos a cargo de nosotros. Digo más o menos porque la verdad que acá nadie tiene la más puta idea de lo que está pasando. Hay días en que parecen todos fumados y ¡qué lo parió, cómo extraño el fumo! I can get nou –tananán–, I can get nou –tananán–, satisfácshon, nou satisfácshon...
Extraño al fumo casi tanto como a Susana. Si no fuera porque la última noche Susana entregó, extrañaría más al fumo. Pero la verdad que se portó, la colorada. Y todo el rollo de que era virgen y que por eso no quería. La verdad que, después del inicio de las hostilidades, como dicen acá, se me hace bastante dudoso eso. Pero no importa. Ahora la tengo bajo mi pulgar.
Cuando reciba mi primera carta desde Londres se va a volver loca. Porque éste es el plan: apenas salgamos a patrullar y la cosa se ponga densa, yo me voy para un costado, me hago el herido y me entrego. Así de corta, loco. Se los digo en inglés. Meic lov not uar y ya pueden irme arreando. Porque la idea es que me lleven prisionero a Londres, esperar que se acabe el tema éste de la uar y entonces sí, pase para concierto de los Rolling y la gloria, man. ¿Cómo no iba a aprovechar ésta? ¿Cómo los iba a ver a Mic y a Keit si no era así? Y te juro que después de los bises yo me mando para el fondo y hasta no hablar con Keit no paro. De repente hasta me tiran un laburo y todo. Yo con la electricidad me defiendo. De mirarlo a mi viejo. ¿Te imaginás?, plomo de los Estóns. Por eso me mandé de frente mar y derecho a la hermanita perdida. Bien cul, man. Te cagás de frío, pero no es para tanto. Y Rendido te hace bailar mucho menos que cualquiera de los pesados que me tocaron en la colimba el año pasado.
Ahí se lo llevan al gurca. Voy a ver si me puedo sacar una foto con el fiambre y se la mando a Susana.
Misiu, beibi.
No siempre podés conseguir lo que querés; no siempre podés conseguir lo que querés; no, no siempre podés conseguir lo que querés... pero si tratás con todo, podés llegar a descubrir que conseguís lo que necesitás.


Para cuando los descubran a esos dos hijos de puta, yo ya voy a ser famoso. Yo ya voy a ser un héroe. Por eso estoy tranquilo; casi no pienso en el tema. No hay mucho tiempo para pensar tampoco. Estamos aquí reclamando lo que es nuestro por derecho legítimo y de aquí no nos van a sacar.
Nuestra bandera jamás ha sido atada al carro del enemigo. Y nosotros somos los hijos de nuestros próceres. No debemos defraudarlos.
El problema es que no todos piensan como yo. El problema es el material humano. Muchos de los oficiales pensaron que todo esto iba a ser fácil, pensaron que no iban a mandar la flota.
Error.
Un auténtico guerrero siempre debe pensar que va a perder. Analizar las causas de su hipotética derrota y, después, ir neutralizándolas una por una, como quien apaga velas con la punta de los dedos. Sin quemarse.
Pero hablo por mí; desgraciadamente no puedo hablar por los otros. Y los otros son casi todos. Ahí están jugando al fútbol en la lluvia. Se caen al barro, chocan entre ellos, sucios como cerdos, con el uniforme a la miseria. Para ellos el uniforme no es importante. Y hasta se ríen de mí. Se ríen de cómo cuido mi uniforme, de cómo repongo los botones y remiendo los agujeros. El uniforme es la piel del soldado. No pueden entender eso. No tienen conciencia del heroísmo.
Y yo voy a ser un héroe. Cuando los encuentren yo ya voy a ser famoso y quién va a pensar en eso después de todo lo que yo hice por la patria querida, por la madre patria. Me pregunto si los habrán encontrado; pero no tanto como antes. Cada día que pasa pienso menos en ellos y más en mí.
Y está bien que así sea. Porque se aproxima el día de la Gran Batalla. Ayer volví a soñar con el día de la Gran Batalla. En realidad, al principio estaba soñando con ellos. Los vi abrazados sobre ese colchón mugriento, después los disparos se fundieron con los disparos de la Gran Batalla y me vi corriendo por la nieve. El brazo en alto llevando a mi pelotón hacia la victoria definitiva. Esa victoria de donde se regresa diferente. Porque en la acción de vencer radica la diferencia entre dioses y mortales.
Me vi como un dios. Con un uniforme digno de un dios.
Todas mis balas encontraban su blanco y la muerte del enemigo era algo hermoso para ellos porque no era su muerte, porque su muerte pasaba a ser parte de mi vida y de mi gloria. Yo los miraba caer y los sentía morir, orgulloso como un padre porque todos ellos habían nacido para que yo los matara. Habían nacido tan lejos y habían llegado hasta el fin del mundo para que, en el último acto de sus existencias, yo les regalara el verdadero sentido de sus vidas.
Me desperté excitado y me masturbé pensando en si ya los habrán encontrado. Hijos de puta. Ni tiempo de vestirse tuvieron. Cerré la puerta de ese departamentito de mierda y de ahí al cuartel y del cuartel a los aviones. Me dio lástima tirar el revólver. Era de mi abuelo.
La lluvia golpea contra los costados de las bolsas de arena. El pozo se está llenando de agua. Desperté a varios pero no me hicieron caso. Siguen durmiendo, mojados, como esos pescados pudriéndose en el barro. Fui a avisarle al sargento Rendido. Me dijo que no le hinchara las pelotas, que mañana lo arreglamos, que me vaya a dormir.
Estoy fuera de la cueva, cubriéndome con el capote, los ojos cerrados. Quería volver a meterme en mi sueño de la Gran Batalla.
Sueño con la Gran Batalla desde que tengo memoria, desde los cinco años más o menos. Antes soñaba con una Gran Batalla diferente. Con otros uniformes. Como en las series de televisión y en las películas. Mis compañeros tenían nombres extranjeros y la verdad que eso me molestaba un poco, por más que fueran mejores soldados que los de acá. Pero pienso que el cambio me conviene. Soy el mejor; ayer nos pasó un coronel y me puso como ejemplo. Mi uniforme está impecable. Está mejor que cuando me lo dieron.
Tengo aguja e hilo.
Tengo la mejor puntería de todo el pelotón.
Ayer rompí todas las botellas.
Diez botellas.
Diez balas.
No hay que desperdiciar munición.
Como con esos dos. A esta altura me imagino que deben de estar apestando todo el edificio. No, seguro que ya los encontraron. Pero no me van a relacionar con todo eso. Ni siquiera van a pensar en mí. Fui muy cuidadoso, además. Todo limpio y brillante. Sin sangre.
Igual que mi uniforme para la Gran Batalla.
Vuelvo a soñar con la Gran Batalla pero no es lo mismo. Esta Gran Batalla tiene defectos. Estoy dormido pero enseguida me doy cuenta de que es un sueño. Hay errores. Aparece el tipo ése que mató al gurkha y también el otro.
El que no paraba de hablar de los Rolling Stones, el que Rendido mandó a estaquear porque lo agarraron robando chocolate. Estuvo toda la noche cantando a los gritos. En inglés. Cuando lo desatamos a la mañana siguiente no reconocía a nadie, le temblaban los dientes y no paraba de decirme Keith. Tenía los pies violeta. Dicen que se los tuvieron que amputar. A mí no me consta. De todas maneras así se castigaba a los ladrones antes. No lo volvimos a ver. Por eso esta versión de la Gran Batalla me irritaba un poco: el ladrón corría a mi lado y no paraba de cantar en inglés. Yo le gritaba para que se calle y, de golpe, les estaba diciendo a Inés y a Pedro que se callaran, que no les iba a servir de nada pedirme perdón.
Perdón, decía Inés, la muy puta, desnuda.
Tranquilo..., me sonreía Pedro. Tardó un rato en darse cuenta de que con el tranquilo y la sonrisita no le iba a alcanzar. Entonces trató de explicarme. Me dijo que había sido ella la que llamó para contarle que me mandaban a la guerra y que estaba mal y que por qué no pasaba a tomarse un café. Te juro que la idea fue de ella, me dijo.
Inés empezó a putearlo como una loca. Y yo ahí sentado, con el revólver en la mano, moviendo la cabeza de arriba abajo y de derecha a izquierda, frotándola contra la pared. Me encanta hacer eso. Tengo el pelo corto y parado. La sensación es agradable y ellos que gritan y gritan y se echan la culpa el uno al otro.
Entonces Rendido me despierta de una patada. Camina con dificultad. Le cuesta mantener el equilibrio y me mira como se mira a alguien importante, a la historia misma.
Estamos ganando, me dice Rendido.La venganza es mía, dijo el Señor.

Comentario: Discurso de las Pulgadas. [Any given Sunday]

Hace algún tiempo, un amigo mío, fanático de lo que los norteamericanos se empeñan en llamar Football, y en esto estará de acuerdo conmigo Santiago, el amigo del que les hablo, que lo único de Foot que tiene es la patada inicial de cada despeje y la del gol de campo... en fin, me estoy saliendo por la tangente. A lo que iba es a que este amigo me sugirió ver una película que trata sobre este juego, me confieso a estas alturas un total antifanático de los deportes de cualquier tipo, pero, ¿Qué me motivó a ver esta película?.... este discurso, Al Pacino, encarna al personaje que es el entrenador de un equipo que ha tenido altibajos y que está, a tres minutos de iniciar el juego más importante de sus carreras, un equipo que ha dejado de funcionar como tal y que se ha ido desmembrando gracias al engreimiento y enriquecimiento repentino de algunas de sus estrellas. Este es, si no el mejor, uno de los mejores discursos que he oído, independientemente del cliché deportivo que pueda significar esta película para algunos, este discurso es muy motivador, hace que uno se ponga a pensar en la importancia del trabajo en equipo, y esto aplica para la vida misma también, no sólo en el deporte se trabaja en equipo.

Dejo aquí una traducción que intenté hacer del discurso y el video de esa escena, la música de fondo le da un matiz muy acorde a la situación. Disfrútenlo.






No sé que decir realmente, tres minutos para la mayor batalla de nuestras vida profesionales. Todo llega hasta hoy. O sanamos como un equipo, o vamos a desmenuzarnos.

Pulgada por pulgada, jugada por jugada, hasta que hayamos terminado.

Estamos en el infierno ahora, caballeros, créanme, y podemos quedarnos aquí, y que nos saquen la mierda, o podemos luchar por nuestra vía de vuelta hacia la luz. Podemos escalar del infierno, una pulgada a la vez.

Ahora, yo no puedo hacerlo por ustedes, estoy muy viejo. Miro alrededor y veo estos rostros jóvenes y pienso... Quiero decir, he hecho cada mala elección que un hombre de mediana edad puede hacer: Yo... yo derroché todo mi dinero, aunque no lo crean, espanté a todo aquel que me ha amado y últimamente, ni siquiera puedo soportar la cara que veo en el espejo.

¿Saben? Cuando uno se vuelve viejo en la vida las cosas te las van quitando. Eso es parte de la vida. Pero sólo aprendes eso cuando empiezas a peder cosas. Te das cuenta que la vida es solo un juego de pulgadas. Y también lo es el Football. Porque ya sean en la vida o en el football, el margen de error es tan pequeño, quiero decir… medio paso muy tarde o muy temprano y no lo logras. Medio segundo muy lento o muy rápido y no lo atrapas. Las pulgadas que necesitamos están por todas partes a nuestro alrededor. Están en cada pausa del juego, en cada minuto, en cada segundo.

En este equipo, nosotros luchamos por esa pulgada.

En este equipo, nos partiremos en pedazos, y a todo el que este a nuestro alrededor, por esa pulgada. Nos arrastramos con las uñas por esa pulgada. Porque sabemos que cuando acumulemos todas esas pulgadas, Eso va a hacer la PUTA DIFERENCIA ENTRE GANAR Y PERDER, ENTRE VIVIR Y MORIR.

Les diré esto, en cualquier lucha es el hombre que esta dispuesto a morir, el que va a ganar esa pulgada. Y yo se, que si estoy dispuesto a tener una vida es porque todavía estoy dispuesto a luchar y morir por esa pulgada, porque ESO ES LO QUE SIGNIFICA VIVIR, LAS SEIS PULGADAS AL FRENTE DE TU CARA.

Ahora, yo no puedo obligarlos a hacerlo, tienen que mirar al hombre que tienen a su lado, mirarlo a los ojos, y yo creo que van a ver a un hombre que esta dispuesto a recorrer esa pulgada con ustedes. Van a ver a un hombre que esté dispuesto a sacrificarse por este equipo porque él sabe que cuando llegue el momento, ustedes harán lo mismo por él.

Eso es un equipo, caballeros, y, O SANAMOS AHORA, COMO UN EQUIPO, o vamos a morir como individuos.

Eso es football, chicos. Es todo lo que es.

Y Ahora. ¿Que es lo que van a hacer?

miércoles, 6 de febrero de 2008

Comentario: El señor Leinad


He asistido a algunas de las presentaciones de Luesemia, he asistido a alguna que otra de Daniel F como solista y a duo con Rafo Ráez, es posible comprender su mente sólo escuchando lo que dice Daniel entre canción y canción, sólo escuchando a la gente que pide uno u otro tema que a veces provoca en Daniel cierto tipo de respuestas que, si uno no lo conociera, resultarían inesperadas. Pero lo cierto es que siempre te esperas que conteste algo locamente inteligente, o algo inteligentemente loco.

Después de escuchar sus canciones, he llegado a la conclusión de que Daniel está loco, sí, él mismo lo dice -he desterrado al fin la locura de no ser loco...- a él le gusta estarlo y le gusta estar rodeado de gente así -porque a los locos hay que tenerlos bien encerrados, porque son un peligro para la sociedad y para el status quo mental, porque los locos, porque los locos todavía podemos construir imágenes en el cielo; todavía podemos emocionarnos con la luz de una sonrisa; todavía podemos hacer canciones cursis y decir te quiero; porque hay muchos locos que aún creen en la utopía y salen a las marchas y a las manifestaciones en contra de dictaduras y opresores... por eso me gusta estar entre tanto loco de mierda conchasumadre...- este fragmento que pone a modo de epílogo a su propia versión de la canción de Serrat "De cartón Piedra" creo que lo pinta de cuerpo entero, lo define, es su propia definición de locura y de cordura, es como una especie de resumen de su C.V.

La locura es un tema recurrente en su prosa y lírica, Daniel F, nos ha dado, entre otras cosas, un cuento donde nos expone su visión futurista de sí mismo, nos desnuda sus complejos y nos hace ver una cara de la realidad que muchos nos negamos a ver. Aquí les dejo el cuento "El señor Leinad" (si no se han dado cuenta es Daniel al revés) lo pueden leer en línea o se lo bajan de aqui: http://rapidshare.com/files/89684481/El_se__or_Leinad.doc.html

El señor Leinad
Por Daniel F.


Mi abuelo siempre se mantuvo ocupado resolviendo crucigramas y llenando pupiletras. Era un adicto a los entretenimientos bizantinos. Su hijo, mi padre, heredó sus costumbres y se dedicaba a cubrir las tardes de ocio -y las noches-, jugando con mi madre al Dominó, al Ludo o al Monopolio. Creo que yo he sido el resultado de esas adicciones al “matarrato” y me convertí en un terrible vicioso de los juegos de Vídeo: Ataris, Nintendos, Play Station, Nintendo 64, Game Boy... Los devoraba todos. No me mal entiendan, no era uno de esos que dejan sus zapatos o las DNI en los dispendios interactivos. Solo lo hacía para... para “matar el rato” y eso era todo. Total, no me gustaban las fiestas, los bailes, las modas y tampoco tenía hembrita alguna. Mi padre y mi abuelo decían “es preferible eso a que sea un pastelero o un maricón chupapinga” . A lo que mi madre agregaba “..o un rocanrolero desaliñado, como ese Señor Leinad”. Siempre estuve intrigado por saber quién mierda era ese “Señor Leinad”. “Es un cincuentón feo y huraño, que enseña guitarra en el Centro para Adictos a los Fármacos” me dijo mamá “es un loco que nunca se a casado, y hasta dicen que nunca tuvo, siquiera, una enamorada” . “Pero claro pe’ mujer -sentenciaba papá, entre idiotas carcajadas- con esa cara que se maneja.. lo único que le ha quedado por hacer a ese tío es seguir corriéndose la paja”. Fue entonces que decidí ir a ver al sibilino Señor Leinad.

Con la excusa de querer aprender a tocar la guitarra, me enrumbé hacia el Centro para Adictos, ubicado muy cerca de otras instituciones estatales encargadas de la salud y el bienestar: hogares para enfermos mentales, colegios para niños especiales, casa de expósitos, alojamientos para gente de la tercera edad, hospicios, albergues, orfanatos, manicomios y esas cosas un tanto deprimentes. El sitio donde llegué se llamaba Centro de Recuperación Bartolomé de las Casas, un lugar gigantesco, al cual acudían todos los malogrados de la zona. A pesar de lo ascético del lugar, uno no puede mantenerse ajeno a esa atmósfera entre glacial y siniestra, entre metílicos y cloroformos, que despiden los muros del mesón. En uno de los patios se encontraban los pastrulos, regados por todo el piso, barbudos, flacos y pulguientos. Uno de esos se me acercó y quiso picarme un cigarro o un sencillo, lo que caiga primero. Tuve que decirle que estaba misio -lo cual era cierto- y que solo venía a tomar unas lecciones de guitarra. “Puta que eres bien malo, barrio -me dijo el trulo- ya, ya, anda vete nomás conchatumadre”. Yo seguí buscando la Sala de Música y al tal señor Leinad. De pronto, comencé a escuchar unas consonancias algo infrecuentes, un cromatismo desusado. Seguí los extraños e insólitos sonidos hasta que, por fin, pude hallar su procedencia. Era el tan mentado Sr. Leinad. Aquel hombre, con casaca negra de cuero y jean desgastado, estaba impartiendo una clase. Pero, más que una lección, era un coloquio, una broza con sus eventuales alumnos. Hablaban de las relaciones interpersonales, de romances estropeados, de enamoramientos prematuros, pero también de computadoras, de psico acústica, de física básica y, por supuesto, de música. Y, contra todos mis principios abúlicos, todo lo que allí se decía me interesó como mierda. Y me interesó aún más, cuando aquel viejo Sr. Leinad, dijo ser un descarriado a muerte de los Juegos de Vídeo, y que sus video games favoritos eran el Golden Eye, Killer Instinc, Vicker Mouse y el Doom 64, Counter Strike que también eran mis favoritos.
Después que impartió su clase, me acerqué a él y le dije que quería tomar unas lecciones. Me dijo que sí, que “komo las huevas” . Y por fin lo vi de cerca. De verdad era uno de los tipos más feos que haya visto en toda mi vida. Su nariz prominente, su barbilla desproporcionada, su manojo de cabellos quebradizos y orquillados, su extrema delgadez y su amarillenta piel, daban una pista -sino la respuesta- al porqué se ha mantenido oculto y ajeno a la vida en sociedad.

- ¿Kómo te llamas? -me dijo, mirando a otro lado.
- Daniel -le contesté- ¿Cuánto me van a salir las clases?
- Nada. -me dijo, al tiempo que abría un paquete de galletas integrales- El mejor pago es ke salgas de akí tocando. Y si es una kanción tuya... pues ¡mejor!

En los días siguientes me enteraría de la vida y avatares de ese hombre. Nacido en el Callao, el Sr. Leinad nunca fue lo que se dice un alumno aplicado, por lo que dejó el colegio antes de completar el mínimo de condena que les dan a los niños por llegar a este mundo. Carece del sentido del olfato y su sentido del gusto está reducido a la mínima percepción. Su vista, en cambio, es envidiable, así como su sentido de la audición. Asténico, cariátide y con una ligera tendencia a tartamudear, el Sr. Leinad vivía en el Centro de Recuperación, rodeado de pastrulos y alcohólicos. No era un interno. Lo que pasa es que los encargados le dieron un cuarto y comida, a cambio de las clases de guitarra y nociones de música que él impartía, amen de ayudar en algo por las noches. Luego me iría enterando por ahí, que cuando pasó la adolescencia llegó a tener una agrupación de música rock, que grabaron discos y que fueron muy reconocidos tanto por la prensa complaciente como por la crítica más seria y underground. Fanático de la música progresiva de los 70s, el Punk Rock y el Metal, el Sr. Leinad hizo obras musicales bastante alejadas de las figuraciones y las modas, y por ello siguió siendo un misio de mierda. Pero su retiro de las canchas de concierto no fue por el inexistente “éxito” comercial. Su retiro se debió a su extrema fealdad. Claro, no me imagino que sea muy agradable el subir a un escenario con ese físico y que miles de personas se queden ahí, mirándolo a uno, como si fuera un ser extraño o el sucesor del lordótico Hombre Elefante. El Sr. Leinad, por todo aquello, solo aguantó unos cuantos años esa vida azorosa de autógrafos, primeras planas y vídeos. Al parecer, tuvo su buen cuarto de hora, el tío. Un buen día agarró sus canciones y se encerró en su hogar para no salir nunca más a la vida pública.

- ¿Porqué no siguió con las presentaciones y esas cosas que deben ser experiencias bien bacanes? -le pregunté un día.

- Ni tanto -respondió el Sr. Leinad con gesto desganado- al menos yo, las más de las veces, lo ke sentía al estar parado frente a tantas personas, era vergüenza. Vergüenza y nada más ke eso. La mayoría de las presentaciones eran para mí una verdadera tortura. Y si kontinuaba kon todo eso era porke mucha gente me empujaba a ello. Lo ke pasa es ke yo siempre viví sumergido en una eterna adolescencia, siempre me sentí como de 17 o 21 años. Siempre andaba rodeado de gente muy, pero muy joven. Ellos me daban esa fuerza, ese espíritu para continuar. Sus palabras, los agradecimientos que les salían del corazón, los constantes obsequios y tantas cosas, me comprometían a seguir en eso, en todo akello ke me estaba oprimiendo el alma. De pronto, kuando ya tenía komo 40 o 41 años, la adolescencia se me fue un tanto de golpe. Se me comenzaron a caer los dientes, perdía más y más pelo. Mi piel y mis huesos comenzaron a sentir el paso irremediable de los años. Si bien siempre he sido feo -y lo sabía perfectamente- en esos días me puse aún más feo, impresentable, inmostrable. A partir de allí, solo me quedó hacer grabaciones y luego nada.... hasta llegar a este Centro...

- ¿Pero no le satisfacía el cantar, el hacer música y que mucha gente lo aprecie y le reconozca su talento, su valor como artista?

- Me satisfacía por lo ke, después de kada koncierto, tenía varios nuevos amigos. Eso era todo. Nunca hice plata, nunca gane dinero, fama o fortuna, pero gané lo ke nunca tuve de chibolo: amigos; gente ke me escuche y personas a kienes escuchar. Y eso era suficiente. Tu debes saber ke el no doblegarse ante los embates de la moda y lo fácilmente masivo, tiene sus desventajas... -dijo el Sr. Leinad, mientras dibujaba una cínica sonrisa en su rostro-

- Pero en nuestro medio -traté de hacerme el polémico- el hacer las cosas con el corazón lo dejan a uno fuera de carrera. Todos van por la marmaja o por levantarse alguna hembrita. El que se dedica a artista: o es un gran farsante o es un loco de mierda...

- Eso de “todos tenemos algo de loco” es bien cierto. Y es ke arte y locura, van de la mano. Se supone ke el arte es una forma, o el resultado, de un tipo de locura. Solo un loco podría tener en su mente ‘melodías’, ‘imágenes’, ‘historias’... ke luego las plasma en una partitura, un lienzo o un libro. El arte es una válvula de escape por donde los individuos kanalizan y discurren todas sus angustias, ansiedades, represión, en fin: el sufrimiento. Imagínate ke no existiera el arte... El número de, lo ke la sociedad llama ‘locos’, se incrementaría como la putamadre. Porque, eso si, ‘locura’ es una cosa y ‘demencia’ es otra. La locura es, lo ke klínikamente se konoce komo la pérdida, transitoria o por un largo período de tiempo, del racionalismo normal, mientras ke la demencia es la desintegración, irreparable muchas veces, de la vida psíquica komo la konocemos. Un loco, por lo general, ‘habla’ o ‘dice’ disparates, o tiene pensamientos voladores y puede terminar haciendo una banda rock o poemas. Un demente, en cambio, es alguien ke puede ser kapas de hacer volar un edificio kon gente adentro, solo porke el color de las ventanas lo angustia.
- Pero ¿no le jode el tener que vivir en medio de pastrulos y rajados? -pregunté.

- Prefiero vivir kon drogos, a estar cerka de los defensores de la infamia o la impunidad, aunke akellos no sean más ke el resultado de estos. Las autoridades solo se preocupan por encerrar drogadíctos y estorbar el diario vivir de prostitutas, homosexuales, obreros y de los chicos en edad escolar. Prohíben conciertos de rock, porke dicen ke son perniciosos, hacen mucho ruido y suele haber peleas. Pero no hacen lo mismo kon salsódromos, chichódromos o kon los estadios de futbol, donde las drogas, la violencia y la muerte, son los ingredientes habituales.


Poco a poco fui comprendiendo porqué el señor Leinad había terminado envuelto en todo ese halo medio de fábula, de mito y de cuchichería. ‘Es un loco ’ decían. Pero en clase, el Sr. Leinad, el ‘loco’, el ‘feo’, era el mejor maestro que conocí. Sus charlas eran fabulosas, sus historias eran fabulosas: cuentos anarquistas, anécdotas universales, movimientos anti-taurinos, Diógenes, Antonín Artaud, Nietszche, Francisco de Asis, las drogas, sexo y rock’n’roll. La manera que tenía para enseñar era sencillísima y amena. Le gustaba explicar hasta lo que para cualquier domine le hubiera parecido de lo más absurdo.


- Hay personas ke kreen ke los trastes son los espacios destinados en la guitarra para hacer los akordes korrespondientes -decía el Sr.Leinad- pero en realidad ‘trastes’ son los pequeños filamentos, a veces metálicos, a veces de hueso, ke están dispuestos en el mástil del instrumento...


Y todo lo explicaba tan chévere que daba gusto estar en su clase. Inclusive cuando se volvía medio complicado, era un tío animado. Como la vez en que trató de adentrarnos en el uso y funcionamiento del Metrónomo de Doble Tiempo, inventado por el británico John McLaughlin


-McLaughlin fue uno de los grandes guitarristas de los 70 -explicaba el señor Leinad- él decía ke tomando el tiempo principal, al kual llamaremos Tempo A, el kual se puede subdividir hasta en 99 tiempos, lo kombinabas kon el Tempo B, ke también estaba subdividido en 99 tiempos, teniendo, si lo deseas, 98 tiempos en kontra. Después tenemos la palanka C. Ahora bien: si kiero un ciclo de siete, sakado del B, me dará un golpe sobre el “uno” de kada siete del B, y si empujo el kontrol hacia adentro, llegaremos a tener cinco de kada ciclo de A. Vamos a suponer ke tienen 60 golpes por minuto y la letra A está dividida en, por decir, cinco. Después tienen el ciclo B dividido por siete, entonces para kada “uno” Uds. tendrían cinco y siete A y B. Es el mismo compás subdividido diferentemente. Kon la palanca C puedo decir ‘dame uno’ cada tres del siete, lo cual solamente va a aparecer tres veces kada 21 golpes. Bajas luego el volumen del B y tienes solo el C, lo kual es una variación del B -ke no se escucha- en kontra de cinco.


El Sr. Leinad sabía llevarse bien con todos y nadie lo jodía en clase, pues, a pesar de la falta de atributos físicos, muchos lo respetaban y le tenían ley. Otros le tenían miedo. Decían que era un satanísta y que había matado a varios pastrulos solo por mirarlo. Cargaba siempre una Smith & Wesson calibre 38, ligera, de cañon corto. Los menos interesados decían que simplemente era un viejo onanista, un pajero.

Al comienzo, en las primeras reuniones a las que asistí, todo estuvo bacán. Casi todos nos reíamos de las ocurrencias de tan singular maestro y de su manera de explicar las cosas. Todos, después de una primera, y chocante impresión, nos terminábamos acostumbrando a su rostro, a sus rasgos tan poco beneficiados y a su voz.
Pasado algunos días, empero, las cosas comenzaron a cambiar un tanto. En cada nueva clase, al Sr. Leinad se le veía cada vez más triste y taciturno. Hubo sesiones en que casi no hablaba y solo se limitaba a los ejercicios en el diapasón, afinaciones en FA sostenido, escalas pentatónicas, giros y saltos de octavas menores... pero nada más. Algunos alumnos no entendían muy bien que huevada le estaba ocurriendo.

La respuesta, el motivo a este cambio súbito de humor, fue aquella tarde de Otoño en que llegó al Centro, una dama muy linda, muy hermosa. El Sr. Leinad, como cada tarde, estaba tomando un refrigerio en el cafetín del local. Aquella chica lo vió y se acercó a su mesa.

- ¿Está ocupado este asiento? -preguntó la dama, que llevaba un sencillo traje azul.
- No -le contestó el Sr. Leinad, sin mirarla.
- ¿Puedo sentarme? -dijo aquella señorita con voz muy suave.
- No sé. Si kiere. -dijo el Sr. Leinad con aire misógino pero con inocultable vergüenza.
- Pues claro que quiero -le dijo la chica con una gran sonrisa, y procedió a tomar asiento.

El Sr. Leinad, al ver su espacio invadido, hizo lo que cualquier otro feo hubiera hecho en su lugar: intentar arrancar despavorido. Pero ella se lo impidió

- ¿Porqué te vas? -inquirió la chica- ¿Te he molestado acaso?

- No, pero.... tal vez quieras estar sola.

- Por favor, lo que menos deseo en estos momentos es estar sola -se apresuró en decir la damisela que parecía estar pasando por algún tipo de crisis- solo quiero conversar con alguien. Estoy un poco desorientada y el alma se me está cayendo a pedazos. Por favor, no te vayas.
- Pero... ¿y ke podría hacer yo? -inquirió el Sr. Leinad, un tanto perplejo.

- No sé. Pero no me abandones.

- Disculpa. No lo voy a hacer. –dijo el Sr. Leinad, bajando la mirada.

- Tal vez te parezca algo trivial o tonto, pero el hombre que me gustaba me dijo que me vaya a la mierda, que nunca se fijaría en mi porque soy fea...

- ¿Fea TU? ¡Pero si tu eres una mujer preciosa! -dijo el Sr. Leinad, sin poder ocultar el súbito enrojecimiento de sus cachetes. La chica lo miró, sonrió y siguió hablando.

- Yo siempre veía a este chico cada vez que salía de su Instituto. Y me gustaba, me gustaba mucho. Hace unos días me armé de valor y decidí decircelo, decidí confesarle lo que por él sentía

- Muy mal hecho -aseveró el Sr. Leinad, como gran conocedor de estos menesteres.

- Si, mal hecho -confirmó la dama- Pero lo peor es descubrir que la persona de la cual una se a enamorado, es un patán de mierda que no tiene el más mínimo respeto por las personas, por los sentimientos... El muy roña tuvo la desfachatez de reírse de mí, delante de todos sus amigos...

- Sé de lo que hablas -decía el Sr. Leinad, con la mirada clavada en su taza de café.

-¿Alguna vez te han desairado o humillado de esa forma? -preguntó la chica.

- Tengo un promedio.... “normal” de humillaciones públicas. Pero últimamente no le he dado la oportunidad a nadie. -respondió el hombre- Además, tengo la ventaja de saberme no muy atractivo, así ke, de antemano, siempre supe ke iba a rebotar y nunca me hice ilusiones kon nadie.

- Pero yo creo que uno debe confiar en lo que le dicte su corazón -dijo ingenuamente aquella pálida señorita.

- Pero mírate a tí -dijo el Sr. Leinad- ¿Kómo has kedado después de seguir ‘los dictados de tu corazón’?

- Tienes razón -dijo la chica, y ambos se quedaron en silencio.

Se miraron un largo rato, en completo mutismo. Ella parecía tratar de buscar algo en los ojos del Sr. Leinad, tan oscuros, lóbregos, rodeado por esa maraña hirsuta de cejas y por algunos pocos cabellos que descanzaban en su frente. El Sr. Leinad, olvidándose totalmente de sus deficiencias estéticas, también la miraba, de frente, sin miedo, algo que no había hecho con persona alguna en muchos años. Afuera, una perezosa niebla húmeda comenzaba a envolver la zona, haciendo descender la temperatura considerablemente, frío que, al parecer, no parecía importarles a ninguno de los dos.

- A mi, kuando era chibolo -contaba el Sr. Leinad, ya con más valor para hablar- me decían ke el físico no era lo esencial, y ke más valor tenía la personalidad y el buen hablar. Al tiempo komprobé ke todas esas kosas eran puras babosadas, y ke lo más importante para estar en este mundo de las apariencias, es el físico, el aspecto externo de las personas. Yo una vez tuve una konversa bastante agitada kon uno de esos defensores de la teoría de ke el buen hablar, la ‘labia’, basta para konkistar a una mujer, y ke el físico es kosa sekundaria. Yo le decía ke No, ke el físico es lo primordial. Ke lo primero ke vé una mujer es el kuerpo, el rostro, el físico del hombre. Este pata me decía ke no. Pero después, él mismo me dio la razón kuando rekordó algo ke a él le había pasado: dice ke él estaba con una hembrita muy linda y estaba ke la palabreaba y la palabreaba. El es un tipo nada guapo pero kon muy buen chamullo. Es más: diría que es un tipo algo feo pero nada soporífero. Pero en fin, dice ke la chica ya estaba ‘por kaer’, kuando de pronto llega un pata rekóntra pintonázo, un churro el tío, y la chica se olvidó de mi amigo. La tía kedó embobada kon el nuevo llegante y terminó lléndose con el chico guapo.

- ¿Con el pintonazo?

- Si. Y ese tío lindo no necesitó desahacerse en lisonjas, discursos o caravanas. El chico guapo no dijo ni una sola frase inteligente o kabriolesca. Solo la miró, se la presentaron y se la llevó.

- Que fácil -dijo ella.

- Ke fácil -dijo él.

Se miraron y guardaron un soplo de silencio. El encargado del cafetín, el Sr. Enzo Bracamonte, los miraba desde el corredor. Mirno Marino, el cocinero, también estaba sorprendido de ver al Sr. Leinad conversando con una mujer... o viceversa.
La dama, mientrastanto, le agradeció al Sr. Leinad por haberse quedado. El Sr. Leinad hizo lo mismo, y notó que la mujer llevaba una de sus manos siempre cerrada, haciendo un pequeño puño o como guardando u ocultando alguna cosa.

- ¿Qué llevas en tu mano izquierda? -preguntó intrigado el Sr. Leinad.

- No sé -respondió aquella mujer- tal vez solo sea un balcón...

- ¿Eh? -se admiró el Sr. Leinad.

- ... tal vez una idea, una melodía o tal vez solo sea una nube -dijo la dama, sin mirarlo.

- Huásu... -exclamó el Sr. Leinad- tal vez sea la nube ke estuvo bailando anoche en mi ventana.

La dama, con una gran sonrisa, tomó la mano del Sr. Leinad, la abrió y puso la suya, como dándole lo que llevaba oculto.

- ¡Lo tengo! -dijo el Sr. Leinad, quien no abriría su mano en todo el resto de la tertúlia- ojalá no se me escape.

- Ojalá -dijo ella.


El cafetín, por lo general tan ruidoso y mugidor, parecía esta vez querer crear un marco de sosiego y quietud a tan inusual reunión. Al Sr. Leinad se le notaba visiblemente contento.

- Es la primera vez ke alguien me obsekia una nube -dijo el Sr. Leinad.

- Lo malo con la mayoría de la gente -comenzó a establecer la dama- es que ya nadie quiere creer en la fuerza de la imaginación. Todo tiene que ser material, tocable, tactáble. Solo creen en aquello que sea suceptible de ser probado. Tienen más seguridad frente a un hardware que a un software.

- Es ke también está el miedo -dijo el Sr. Leinad- la gente le teme a lo ke no conoce, a lo ke no puede ver y a lo ke no se puede sobornar. Muchos dicen no kreer, por ejemplo, en fantasmas, platillos voladores o en el amor, pero en el fondo lo ke esperan es ke en realidad no existan. Tienen miedo. El úniko software humano, las únicas sensaciones humanas ke han inkrementado su popularidad a traves de los siglos, son el sexo y la maldad.

- De ese software deben de estar viviendo muchos piratas de Wilson -dijo la dama con una sonrisa- deben de salirles pedidos a montones...

- Sí. Es ke lo malo kon la mentalidad de Occidente -se puso a discernir el Sr. Leinad- es ke todos miran hacia fuera, todos miran lo más fácil de ver, lo evidente. Imagínate ke, de pronto, deje de haber toca-cintas, VHS’s, leedor de CDs, televisión... ¡carajo! Todos se irían a la mierda, la humanidad no tendría nada ke ver u oír. Sus vidas obtúzas, programáticas y alienadas, no tendrían sendero alguno...

- Sería un desastre de proporciones apocalípticas -dijo la chica, quien seguía con mucho interés lo que decía el Sr. Leinad.

- En kambio –continuó el Sr. Leinad- eso no pasaría en civilizaciones ke no están akostumbradas a mirar hacia fuera, sino hacia dentro: los hindúes, los chinos, los penachudos del Nepal, nuestra gente de las serranías ke aún tienen kontacto kon sus fuerzas invisibles, algunos artístas, en fin. Kreo ke tipos komo yo serían menos despreciados en culturas komo ésas... –sentenció el Sr. Leinad con una cínica mueca a modo de sonrisa.

- Es que en verdad la gente sólo aprecia los exitos materiales y se han olvidado del espíritu -dijo la chica al tiempo que se arreglaba el cabello- es por eso que a mí me gustan aquellas personas que son tildadas de ‘locos’; son mentes libres, creadoras y habitantes de mundos mágicos e idílicos.

- Es por eso ke los encierran -dijo muy seriamente el Sr. Leinad- son gente peligrosa para la salud del sistema. El sistema, el establishment, no puede tolerar el hecho ke los seres humanos funcionen komo entidades individuales, komo entes aislados del mundo. Todos tienen ke estar sujetos a las normas sociales kreadas por unos infradotados ke lo úniko ke desean es la sujeción del hombre al dominio del montón, la integración a la manada. Para eso tienen a la policía, a los políticos, a los comerciantes creadores de necesidades, a los medios masivos basura y a los psicólogos.

- ¡Psicólogos! ¡Puágghh! -acotó sabiamente la chica- Esos sabelotodos tienen una pseudo explicación para todo. Dicen que encierran a la gente para ‘protegerlos’ del mundo y todavía se hacen llamar ‘Psicólogos’, ‘Psiquiatras’, cuando en realidad ninguno de ésos se ocupa realmente de la ‘psique’, del alma, del espíritu, y solo se ocupan de la mente y de observar la conducta de los demás.

- Es por eso ke hubo kienes kisieron kambiar la denominación ‘Psicología’ por ‘Mentología’, el estudio de la mente -acotó enteradamente el Sr. Leinad.

- ‘Mentología’, ‘Anti-psiquiatría’, ‘Conductismo’, ‘Praxiología’... ¡todas son la misma y destructiva tontería! -dijo la chica, con evidente enfado- pues al final siempre recurren a las terapias a base de fármacos, al electroshock, la insulina y a la leucotomía. Son unos malditos fabricadores de sofismas que lo único que quieren es crear robots que hagan lo que los estatutos dicen que tienes que hacer. Solo quieren crear sustitutos, imitaciones de seres humanos, sin ninguna de las cualidades básicas de los verdaderos seres humanos...

-Es por eso ke todos los sustitutos de la vida -decía el Sr. Leinad- todos los sucedaneos de nuestra existencia, los reeplazantes, tienen éxito: los travéstis, por ejemplo, los homosexuales, sin tener nada en kontra de estas personas, son más exitosos ke las mujeres; los demagogos tienen más éxito ke los pensadores libertarios, los artístas comerciales tienen más figuración ke los artístas probos. Hasta las flores de plástico son preferidas a las flores reales.

- Y la gente prefiere los aromas envasados a los perfumes naturales -sumó la chica.

-La gente no aprecia lo policromático de la naturaleza -continuó Leinad- y solo llega a disfrutarla en un fotograma o una película. Ahí recién se dan kuenta ke el mundo está lleno de kolores. Las mujeres del mundo ‘civilizado’ no gustan de los sensitivos, de los ke hacen del afecto su bandera. No. Las mujeres prefieren a los patanes, a los engañadores, a los mujeriegos, tipos ke tienen más kontácto kon lo material y están menos comprometidos kon alguna causa noble. Les parecen audáces y graciosos. ¡De ésos se enamoran las mujeres!

- Tienes una evidencia delante de ti -dijo la chica y luego sonrió.

- Un chibolito o un perro están más cerca de lo humano ke toda la humanidad adulta y presuntamente konciente. El afecto es algo ya en desuso, un anacronismo.

- Sí. El afecto está en extinción -dijo la dama, mirando al vacío.

- Kreo ke los epitimólogos deben estar muriéndose de hambre -dijo el Sr. Leinad, y la chica comenzó a reír.

- Sí.... -dijo la dama, entre risas- también los timopsicólogos -y volvió a soltar una carcajada.

Al Sr. Leinad le parecía un sueño. No podía creer que esté sosteniendo una conversación tan larga con una dama tan bella y que esta no se haya ido aún. Al contrario: parecía que ella disfrutaba mucho con la plática.

- Pero por ejemplo tu -dijo la chica mirando directamente a los ojos del Sr. Leinad- tu a mí me pareces un tipo atractivo, tu mirada, tu forma de hablar...

- ¿Ke?! -dijo el hombre, sin poder esconder su perplejidad- no seas kruel, niña...

- ¡En serio! Tu me pareces un tipo guapo. Y encima pareces alguien muy culto, que no parece que esté apegado a las cosas materiales... y no eres aburrido.

- Solo falta ke digas ke soy gracioso y ke bailo muy bien... -dijo el Sr. Leinad, intentando ser procaz.

- Puede ser -dijo la chica, con una coqueta mirada- aún no te conozco bien, tal vez pa’ la próxima vayamos a bailar...

- UUuuuu... y eso kuándo será -dijo Leinad, esperando una propuesta imposible.

- Pues mañana. Yo puedo venir acá a la misma hora. Si estás aquí, de seguro podríamos seguir conversando o, si quieres, podríamos salir a algún lado.

- ....... Me gustaría muchísimo -musitó el Sr. Leinad.

- Pues entonces... hasta mañana.


Y la dama se levantó, dio media vuelta y se fué. El Señor Leinad, el misógino, el duro, el hombre de los arpegios diatónicos y los acordes de séptimas disminuidas, de tricordes de acentos quebradizos y destructor de estructuras melífluas... se encontraba totalmente amartelado, ido, prendado, seducido, lelo, cautivo, camelado, absorto, idiota, embabosado... pero radiante, fulgente. Casi casi felíz.

La tarde siguiente, dicen que el Sr. Leinad estuvo sentado en el mismo sitio, a la misma hora y con evidente y tangible excitación. Pero, la hora pasó y la chica nunca llegó. Aquella mujer de la cual nunca supo ni su nombre, no se acercó para nada.

- Era lo lógiko -mascullaría luego el Sr. Leinad, amargamente- ¿Kómo chucha se me iba a okurrir ke akella mujer tan linda, regresaría?. Deben de haber tantos kompadres revoloteándola komo satélites. Kreo ke, ahora si, me pasé de huevón.


Por ello, al profesor Leinad, cada vez que se sentaba a tomar un café, o almorzaba, se le humedecían los ojos, de rabia, de vergüenza, de pena, pero parecía que solo yo me daba cuenta. Luego, a unos días de suceder esto, me enteraría de la razón por la que aquella mujer nunca se apareció: la dama en cuestión fue una de las tantas enfermas mentales que escaparon del manicomio del costado. Una chica que, humillada por un idiota que la rechazó hacía ya tres años, buscó refugio en el ensimismamiento, el autismo extremo, algo que los médicos suelen calificar como: ‘locura’. Una hermosa dama que intentó suicidarse varias veces y se le dio por escapar de su casa con angustiante regularidad. ‘Desquiciamiento por Causas Sociales’, explicaron los doctores. Hasta que por fin, al no tener otras soluciones a la mano, decidieron internarla.
Y aquella chica, justamente ella, la más bonita de las internas de aquel sanatorio, tuvo que irse a sentar, precisamente, donde se encontraba el Sr. Leinad.

Nunca pude averiguar el nombre de aquella dama. Solo sé que estuvo en el cuarto 7, del pabellón 18, del Albergue de Tratamiento Mental de las Hermanas de la Caridad, un lugar superpoblado donde van a parar todos los esquizoides, psicóticos y enajenados, cuyos familiares ya no desean hacerse cargo. De allí, tras aquella fuga, la dama fue trasladada, junto con otras internas, a un nosocómio del norte.

Es por eso que, aún hoy, me sigo preguntando si debiera o no decirle lo que sé al Señor Leinad. Lo único que me a quedado por hacer es continuar asistiendo a sus cátedras, a sus tristes soliloquios sobre armonía, a los ejercicios de solfeo y a las lecciones de música del atribulado Señor Leinad, el hombre que, en una tarde de Otoño, se encontró con una dama que le dio momentánea compañía, una fugaz esperanza, un recuerdo y... una nube.

By Gustavito Producciones™

martes, 5 de febrero de 2008

Comentario: El que jadea

Juan josé Millás, ganador del Premio Planeta 2007 por su obra El mundo, autobiografía que según él fue inesperada, ya que tenía el encargo de hacer un reportaje sobre sí mismo, rebuscando entre sus hábitos se tropieza con el disparador de una novela.

Nos trae, entre otros relatos, este cuento que sencillamente me parece genial. Sin mucho ruido alrededor de los personajes, diálogos rápidos, ágiles y divertidos sobre todo si uno se imagina a los personajes con el peculiar acento de los españoles. disfrútenlo:


El que jadea
Juan José Millás
Descolgué el teléfono y escuché un jadeo venéreo otro lado de la línea.
–¿Quién es? –pregunté.
–Yo soy el que jadea –respondió una voz neutra, quizá algo cansada.
Colgué, perplejo, y apareció mi mujer en la puerta del salón.
–¿Quién era?
–El que jadea –dije.
–Habérmelo pasado.
–¿Para qué?
–No sé, me da pena. Para que se aliviara un poco.
Continué leyendo el periódico y al poco volvió a sonar el aparato. Dejé que mi mujer se adelantara y sin despegar los ojos de las noticias de internacional, como si estuviera interesado en la alta política, la oí hablar con el psicópata.
–No te importe –decía–, resopla todo lo que quieras, hijo. A mi no me das miedo. Si la gente fuera como tú, el mundo iría mejor. Al fin y al cabo, no matas, no atracas, no desfalcas. Y encima le das a ganar unas pesetas a la Telefónica. Otra cosa es que jadearas a costa del receptor. La semana pasada telefoneó un jadeador desde Nueva York a cobro revertido. Le dije que a cobro revertido le jadeara a su madre, hasta ahí podíamos llegar. Por cierto, que Madrid ya no tiene nada que envidiar a las grandes capitales del mundo en cuestión de jadeadores. Tú mismo eres tan profesional como uno americano. Enhorabuena, hijo.
A continuación escuchó un poco sofocada dos o tres tandas de jadeos, y colgó con naturalidad.
Yo intenté reprimirme, creo que cada uno puede hacer lo que le dé la gana, pero no pude. Me salió la bestia autoritaria que llevo dentro.
–No me parece muy edificante la conversación que has tenido con ese degenerado, la verdad.
Ella se asomó a la página de mi periódico y al ver las fotos de las amantes de Clinton por orden alfabético respondió que un lector de pornografía barata no era quién para meterse con un pobre jadeador que vivía con su madre paralítica, y cuyo único desahogo sexual era el jadeo telefónico.
Me mordí la lengua para no discutir, porque era sábado y quería empezar bien el fin de semana. Pero el domingo, mientras mi mujer estaba en misa, telefoneó de nuevo el jadeador y le mandé a la mierda.
–Se lo voy a contar a tu mujer –respondió en tono de amenaza–. Le voy a decir cómo tratas tú a la gente educada y te vas a enterar de lo que vale un peine.
–Tampoco es para ponerse así –dije dando marcha atrás, no tenía ganas de líos domésticos–. Es que me has cogido en un mal momento. Discúlpame.
–Está bien, está bien. ¿Y tu mujer?
–Se ha ido a misa.
–Dile que luego la llamo.
Me quedé un rato pensativo. Desde pequeño, siempre había deseado jadear por teléfono, pero mis padres decían que era una cosa de enfermos mentales. Me he perdido lo mejor de la vida por escrúpulos morales, o por prejuicios culturales, no sé. Pero al ver aquella relación tan sana entre mi mujer y el jadeador pensé que no podía ser malo. Así que marqué un número al azar y me puse a jadear como un loco, intentando recuperar los años perdidos.
–¿Quién es? –preguntó con cierta alarma una mujer cuya voz me resultó familiar.
–Soy el jadeador –dije con naturalidad.
–Espere, que le paso a mi marido.
El marido resultó ser mi padre, nos reconocimos enseguida: inconscientemente, había marcado su número. Me dijo que ya sabían los dos que acabaría así y colgó. Luego llamaron a mi mujer y le contaron todo. Ella dice que quiere abandonarme, por psicópata, y me ha pedido que le firme unos papeles.
–Jadear a tu propia madre. ¿Dónde se ha visto eso?
Nunca acierto, sobre todo cuando imito a los demás para ponerme al día. Total, que ahora ya no puedo dejar de jadear, pero de angustia, aunque mis padres creen que lo hago por vicio.

Comentario: La Armonía de los Mapas


He aquí, una de las mejores narraciones que he leído, y no lo digo porque tenga yo el libro autografiado o porque conozca personalmente al autor (Omar Salomé). Es en verdad, una de las historias mejor contadas por múltiples personajes que yo haya leido.

La cosa es así, el libro nos cuenta la historia de Héctor Berríos, un tipo que comienza a hacer remembranzas de su vida a partir de una escena de aeropuerto, una escena común y corriente, como las que todos los que alguna vez hemos viajado por aire, hemos presenciado, vivido y seguramente pasado por alto... Siguiente por favor, suena así la voz monótona de la persona que atiende en los counter de cualquier aerolínea. Esa sola escena, desata en Héctor una serie de recuerdos desde su adolescencia y luego el viaje y luego más recuerdos, historias con las que estoy seguro, muchos se sentirán identificados. Y a propósito de adolescencia, me pregunto sobre la procedencia de la palabra, no será que a esa edad, todos adolescemos de algo...

Es un libro inteligente, bien contado y podría decir que hasta es musical. Lleno de referencias a la buena música, historias neutrales, nada moralistas, sobre la amistad y la familia, la complicidad y la competencia, las traiciones y los desengaños.

Muy recomendado. Invito a quien lo haya leído a colocar aquí su parecer.

( * ) Triple Salto Vital.


Este vendría a ser algo así como mi primogénito en su segunda versión, la primera versión tuvo algunas limitaciones, ésta en cambio, gracias a los comentarios, sugerencias y críticas de Carmen Ollé (quien dirige el taller al que afortunadamente me inscribí por sugerencia de mi buen amigo Omar Salomé) y algunos compañeros del taller; ha tomado cuerpo y es ahora lo que es. Les dejo aquí este primer intento literiario basado en la leyenda de Dann B. Cooper, y bautizado inicialmente como Bawitdaba, como la canción de Kid Rock de 1998, en la que hace la referencia "...and for D. B. Cooper and the money he took"



Boston, Invierno de 1971

—Pasajeros con destino a Nueva York, sírvanse abordar por la puerta de embarque número 7— La voz monótona y metálica del altoparlante envolvió todos los ambientes del aeropuerto Logan.

Personas de todo tipo y condición cruzaron por la puerta de embarque número 7, entre ellos, un hombre de rostro sereno, aparenta unos 35 años, complexión atlética y escaso cabello, elegantemente vestido de traje y corbata negros y gabardina gris oscuro. En su mano izquierda, un libro; en su mano derecha, un portafolios negro, de aquellos que algunos se empeñan en llamar un James Bond, en alusión a los que utilizaba, según Hollywood, el mítico agente del Servicio Secreto Británico para transportar los muy útiles gadgets que le fabricaba el ingenioso Q.

Connor Baped, por alguna razón prefiero llamar así a este elegante sujeto, y es que aún no se cuenta entre los muertos; ya se encontraba sentado serenamente en la sala de embarque número 7, no parecía distraerlo de su lectura ni el rumor de voces desconocidas, de idiomas extranjeros, de niños nerviosos; ni el ruido de pasos, acaso apresurados algunos, tristes y arrastrados otros. De pronto, parece recordar algo, arranca la última página del libro que estaba leyendo, extrae un lapicero de su elegante gabardina y hace una breve anotación en aquel pedazo de papel. No bien hubo terminado de escribir y es preciso moverse, todos se mueven, ha llegado el momento de abordar.

Espera pacientemente a que los demás pasajeros hayan escogido sus asientos y se terminen de acomodar, los observa con atención disimulada, acaricia su barbilla como inspeccionándose a sí mismo la calidad de una impecable afeitada. El ambiente parece un poco más denso que en la sala de espera, siguen siendo las mismas personas, pero su excitación es mayor, hay risas nerviosas, voces alzadas de personas que viajan en grupos, niños que comienzan a llorar; además del leve zumbido de las turbinas del avión. Cuando ve que casi todos están acomodados, se dirige hasta un asiento que puede utilizar sin tener acompañante al lado, se acomoda en el que da al pasadizo y coloca el James Bond y el libro en el asiento de ventana.

La señal para abrocharse los cinturones de seguridad se enciende, aquel leve zumbido de turbinas se convierte en un agresivo rugido y el avión comienza su marcha y despega. Después de las indicaciones de seguridad por parte de una de las azafatas de abordo, otra de ellas abrió unas cortinas en la parte posterior del Boeing 727 y salió a ofrecer bebidas a los pasajeros.

—Bourbon con soda si fuera tan amable— dice Connor, con mucha cortesía, mientras se coloca sobre el rostro unas grandes gafas oscuras sin perder la serenidad ante los bellos ojos grandes color miel y la sonrisa casi verdadera de Layla Cooper, la tripulante que ahora le entrega a Connor su bebida y a cambio recibe un trozo de papel doblado en cuatro.

Layla, acostumbrada a recibir proposiciones indecentes de algunos pasajeros, números telefónicos y otro tipo de flirteos, resta importancia al asunto y, no sin indiferencia, guarda el papel en su bolsillo, entendiendo que este elegante caballero es otro improvisado seductor.

Al finalizar su recorrido por el pasadizo de clase turista, Layla se posiciona al otro lado del carrito—bar y esos ojos casi dorados miran a todos los pasajeros con el aire ausente de quien sólo hace una observación de rutina, una observación que es representante digna de la ironía de unos enormes ojos y una diminuta mirada. Intenta estar atenta a que alguna persona desee algo más. De cualquier manera, ella tendrá que recorrer el pasadizo por segunda vez para ofrecer más bebidas y recoger recipientes vacíos.

Con la precisión que da la costumbre, inicia su segundo recorrido y llega al lugar de Connor y cumple con la rutina.

—¿Algo más que pueda ofrecerle señor?— pregunta ella, esta vez sin sonreír y frunciendo ligeramente el ceño cual si fuera agua reposada que ora forma ondas como reacción a una piedrecilla que ha alterado su superficie.

—De hecho, sí, señorita Layla— responde Connor leyendo el bordado en el uniforme azul marino de la tripulante. —Creo que no me ha prestado atención, es decir. Yo le entregué una nota hace unos minutos y usted la ha ignorado—

—Sí señor. La verdad es que no acostumbro a hacer caso a ciertas proposiciones, pues no me parece correcto que... —

Connor no permite que ella termine lo que estaba a punto de sustentar, la interrumpe con moviendo la cabeza como signo de negación, haciendo chasquidos con la boca mientras toma delicadamente la mano de la mujer diciendo —Este es un mensaje que sí le va a interesar, por favor léalo— termina haciendo un ligero asomo de sonrisa y un coqueto guiño que se nota a pesar de las grandes gafas.

Layla está desconcertada y dubitativa, pero los ademanes elegantes y la simpatía de este hombre en traje negro, conforman un carisma que casi seduce sin mucho esfuerzo.

—La leeré luego.— Concede, a la vez que borra las ondas de su entrecejo.

—Ah, y por favor, cuando lo haya leído, vuelva aquí.— Le dice Connor con la suavidad de una invitación agradable.

Layla concluye su recorrido con el carrito, lo guarda, y saca la nota de su bolsillo. Todo parece tan quieto, tan silencioso en este momento, sólo el lejano y ahora delicado zumbido de los tres motores del 727 a casi diez mil metros de altura. Despliega el papel, sus grandes ojos reflejan la incredulidad, ahora parecen más grandes que lo usual, haciendo un contraste con sus pupilas que se han contraído mostrando los iris ahora más dorados y brillantes, su rostro palidece, comienza un sudor frío a erizar los vellos de su espalda, diez mil metros abajo está la tierra sobre la que quisiera reposar, tranquila y segura, quisiera no haber cambiado de turno para que le toque este vuelo.

Ahora reúne todos los pedazos de su mente que han quedado flotando allá a diez mil metros, se da ánimos y quiere pensar que esto es una cruel broma, —cuando Pandora abrió su cajita, lo último que quedó dentro fue la esperanza— se dijo a sí misma. No lo comenta, prudentemente obedece uno de los párrafos de la nota. Con una mezcla de esperanza inocente e incredulidad se dirige lentamente al asiento de Connor, lo mira y esta vez no con aire ausente, mas con atención y solicitud, su mirada puede decir muchas cosas, le ahorra las palabras, esos ojos de miel dorada hablan por ella. Connor la ve y entiende que ella ha comprendido su mensaje, es así que sin quitarle la mirada extiende su mano izquierda, levanta y luego abre el James Bond de modo que sólo Layla puede ver su contenido.

Es un golpe que asesina cruelmente su inocente esperanza, —Pandora la ha dejado caer de la caja y ahora la pisotea sin piedad—, siente que se desmorona pero logra controlarse, se erizan nuevamente los vellos de su espalda, traga saliva y respira profundamente, mientras Connor se lleva el dedo índice a la boca y es casi un susurro el shhhh que hace, luego se baja un poco las gafas usando sólo un par de dedos y hace un gesto que parece indicar a Layla que debe dirigirse a la cabina de los pilotos. Layla se retira presurosa pero calmada, Connor cierra su portafolios y ahí no ha pasado nada.

En la nota explica que está tomando secuestrado el avión, que el contenido del maletín es una bomba y que debe informar a los pilotos y sólo a los pilotos; que desea que el avión aterrice con normalidad y que no debe informarse a los pasajeros ni a los demás tripulantes sobre esta situación. Deben comunicarse con su destino en tierra para preparar como condición de rescate, la suma de medio millón de dólares en billetes de 20 sin marcar, combustible para la nave, además de 3 paracaídas. Una vez recibido el rescate, permitirá el descenso de los pasajeros y la tripulación.

Todo cuanto Connor ha solicitado, se ejecuta al pie de la letra, ni los pilotos ni las autoridades comunicadas en tierra quieren arriesgarse ante la frase final de la nota: “no intenten tonterías o hago explotar el avión, si no obtengo mi dinero, estoy dispuesto a morir”. Los pilotos consideran prudente obedecer incondicionalmente, quieren evitar que algún remedo de héroe improvisado intente algo en contra del secuestrador y éste en su desesperación evapore la aeronave en segundos.

Veinte minutos más tarde...

—¿Está todo conforme señor?— inquiere a Connor cuando sale del baño del avión, el agente que ha abordado en Nueva York.

—Todo es conforme, muchas gracias, que baje también la tripulación, sólo es necesario que se quede el capitán y la azafata aquella, la de los ojos grandes— sonríe y le extiende la mano al agente, éste lo mira con extrañeza, no responde al gesto, en cambio, toma el radio portátil de su cinturón.

—Luz verde, todo en orden— da media vuelta y baja junto con los demás pasajeros, quienes ni se imaginan que estuvieron secuestrados.

—Es hora de partir capitán, tomaremos rumbo sur, a Virginia.— Dice el misterioso hombre sin perder nunca su característica serenidad, amabilidad y elegancia. Luego se dirige a Layla —Por favor, si fuera tan amable, un bourbon con soda— mientras la joven se dirige a preparar la bebida, Connor da instrucciones precisas al piloto sobre la altura a la que deben volar, la velocidad y la posición de las alas del avión, indica además que no debe guardar el tren de aterrizaje en ningún momento y que no debe tampoco sellar la puerta posterior del avión.

Cuando Layla está de vuelta, él recibe su bebida, la invita a entrar en la cabina de mando, y sale cerrando la puerta asegurándola con una cuerda que saca de su bolsillo.

—Atención base, atención base, Águila calva 3 reportando, un paracaídas se abre a pocos metros del Boeing 727— el piloto del F-16 de la fuerza aérea, ha sido enviado a seguir el avión secuestrado, transmite las coordenadas del salto y a los pocos minutos, justo antes de retornar a su base, divisa otro paracaídas, vuelve a transmitir las coordenadas y doce minutos más tarde, otro paracaídas se aleja del avión. El secuestro ha terminado.

Tras varios días de búsqueda intensa, utilizando complejos cálculos logran determinar lugares probables de descenso de los paracaídas, se hallaron solamente éstos en tres diferentes puntos muy distantes unos de otros. El hallazgo más meridional es un bulto de ropa atado a un paracaídas junto con un James Bond negro que contiene rollos de cartulina roja unidos con bandas elásticas y adornados con viejos cables de colores.

Comentario: Cuento sobre cómo se escriben los cuentos

Una historia interesante dentro de otra historia contada por Boris Pilniak. Este es un cuento importante y, creo yo, fundamental para quienes quieren escribir. La historia se narra en primera persona, es sobre un escritor que conoce a otro, éste último ha escrito un libro muy vendido tomando como "objeto" de investigación lo que para su país resultaba incógnito en los tempranos años 20.


Pilniak nos muestra la biografía de una mujer y nos cuenta cómo debió haber sido escrita, toma partes de la historia de esta persona y nos la muestra a manera de cuento y las razones que la impulsan a escribir. No adelanto más y les dejo aquí esta narración fría, pero interesante.



UN CUENTO SOBRE CÓMO SE ESCRIBEN LOS CUENTOS
BORIS PILNIAK

Conocí en Tokio por casualidad al escritor Tagaki-san. Nos presentaron en un círculo literario japonés, aunque después no volvimos a vernos; he olvidado las pocas palabras que allí intercambiamos, y de él sólo me quedó la impresión de que había estado casado con una rusa. Era verdaderamente sibuy (sibuy en japonés equivale a chic; su sencilla elegancia era algo que muy pocos logran poseer); extraordinariamente sencillos eran su kimono y sus ghetta (esa especie de coturnos de madera que usan los japoneses en vez de zapatos), llevaba en la mano un sombrero de paja, sus manos eran bellísimas. Hablaba ruso. Era moreno, de baja estatura, delgado y hermoso, si es que a los ojos de un europeo los japoneses pueden parecer hermosos. Me dijeron que había alcanzado la fama con una novela en la que describía a una mujer europea.

Se habría borrado ya de mi memoria, como tantos encuentros ocasionales, a no ser...

En el archivo del consulado soviético en la ciudad japonesa de K. me cayó entre las manos el expediente de una tal Sofía Vasilievna Gniedij-Tagaki, quien pedía la repatriación. Mi compatriota, el camarada Dyurba, secretario del Consulado General, me llevó a Mayo-san, el templo de la zorra situado en lo alto de una de las montañas que rodean la ciudad de K. Para llegar allí es necesario tomar primero un automóvil, luego el funicular, y, al final, continuar a pie entre bosquecillos que crecen sobre las rocas hasta la cima de la montaña, donde había un espeso bosque de cedros, en medio de un silencio sólo turbado con el infinitamente triste tañido de una campana budista. La zorra es el dios de la astucia y de la traición: si el espíritu de la zorra penetra en un hombre, la raza de ese hombre está maldita. A la sombra espesa de los cedros, sobre la explanada de una roca cuyos tres costados caían a pico sobre un desfiladero, surgía un templo con aspecto de monasterio, en cuyos altares reposaban las zorras. Reinaba un silencio profundo; desde allí se abría el horizonte por encima de una cadena de montañas y sobre el inmenso océano que se perdía en la infinita lejanía. No obstante, encontramos una pequeña fonda con cerveza inglesa fresca no muy lejos del templo pero a mayor altura todavía, desde donde era visible también el otro flanco de la cadena montañosa.

Bajo la acción de la cerveza, al rumor de los cedros y frente al océano, dos compatriotas pueden conversar bastante bien. Fue entonces cuando el camarada Dyurba me contó una historia que me hizo recordar al escritor Tagaki y que me hace ahora escribir este cuento.

Aquel día en Mayo-san reflexionaba yo sobre la manera en que se escriben los cuentos.

Sí, ¿cómo se escriben los cuentos?

Aquella misma mañana saqué el expediente en que Sofía Vasilievna Gniedij-Tagaki desarrollaba su biografía desde el momento de su nacimiento, pues no había comprendido bien el instructivo según el cual todo repatriado debe proporcionar sus datos biográficos. Para mí, la biografía de esta mujer comienza en el momento en que el barco llegaba al puerto de Suruga; era una biografía extraña y breve, muy diferente a la de millares y millares de mujeres rusas de provincia, cuyas vidas podrían perfectamente escribirse con un método estadístico —monográfico— de conducta, porque se parecen como una cesta a otra: la cesta del primer amor, los sufrimientos y alegrías, el marido, los pequeños engendrados para bien de la patria, y tantas otras cosas...

II
En mi cuento existen él y ella.

Sólo una vez he estado en Vladivostok. Fue a finales de agosto, y recordaré siempre Vladivostok como una ciudad de días dorados, de amplios horizontes, de recio viento marino, de mar azul, cielo azul, horizontes azules; en aquella áspera soledad que me recordaba Noruega, porque allá también la tierra se desploma hasta el horizonte en lisos bloques de piedra, sobre los cuales, solitarios, se yerguen los pinos. A decir verdad, estoy siguiendo el método de costumbre: completar con descripciones de la naturaleza los caracteres de los protagonistas. Ella, Sofía Vasilievna Gniedij, nació y creció en Vladivostok.

Trataré de presentarla:

Había terminado sus cursos en el gimnasio para convertirse en profesora de primera enseñanza, en espera de un buen partido: era una de tantas señoritas como existían por millares en la vieja Rusia. Conocía a Pushkin, por supuesto, pero sólo en las estrictas proporciones exigidas por los programas escolares, y con seguridad confundía los conceptos que entrañan las palabras "ética" y "estética" de la misma manera que los confundí yo cuando escribí un ensayo ampuloso sobre Pushkin, cuando cursaba el sexto año en el Colegio de Ciencias.

Era evidente que la pobre ni siquiera podía imaginar que Pushkin comenzara precisamente donde terminaba el programa escolar, así como tampoco había pensado nunca que los hombres creen medir todo por el grado de inteligencia que tienen, y que todo lo que queda por encima o por abajo de su comprensión le parece al hombre un poco estúpido o rematadamente estúpido si él mismo es algo mentecato.

Había leído todo Chéjov por haber sido publicado en el suplemento de la revista Neva que recibía su padre, y Chéjov conocía a aquella muchacha, "perdónala, Dios mío, era una pobre tonta..." Pero si queremos volver a Pushkin, esta muchacha podría ser (y yo deseo que así sea) un poco boba, como lo es la poesía, lo que por otra parte puede ser muy agradable cuando se tienen dieciocho años.

Tenía ideas propias: sobre la belleza (son muy bellos los kimonos japoneses, especialmente los que fabrican los japoneses sólo para los extranjeros), sobre la justicia (y al efecto con toda razón le retiró el saludo al alférez Ivantsov, quien se había jactado de haber obtenido de ella una cita), sobre la cultura (porque en el concepto común que se tiene de la cultura, existe la convicción de que los Pushkin y los Chéjov —los grandes escritores— son sobre todo hombres extraordinarios, y, en segundo lugar, de que constituyen una especie ya extinguida como la de los mamuts, pues en nuestros tiempos no existe nada ni nadie extraordinario; en efecto, los profetas no nacen ni en la propia patria ni en los propios tiempos). Pero, si se puede aplicar la regla literaria según la cual el carácter de los protagonistas se complementa con las descripciones de la naturaleza, digamos entonces que esta muchacha como un poema —¡el Señor nos perdone!—, un poco boba, era limpia y diáfana como el cielo, el mar y las rocas de la costa rusa del Extremo Oriente.

Sofía Vasilievna supo escribir su biografía con tal habilidad, que yo y el funcionario consular no podíamos sino quedarnos perplejos (aunque en mi caso no demasiado) ante el hecho de que aquella mujer apenas si había sido desflorada por los acontecimientos vividos durante aquellos años. Como es sabido, el ejército imperial japonés estaba en 1920 en el punto más oriental de Rusia con el propósito de ocupar todo el Extremo Oriente, y, como también es sabido, los japoneses fueron expulsados por los revolucionarios. En la biografía no aparece una sílaba siquiera sobre esos acontecimientos.

Él era oficial del estado mayor general del ejército imperial japonés de ocupación, y vivía durante su estancia en Vladivostok en el mismo apartamiento en que Sofía Vasilievna alquilaba una pequeña habitación.

Fragmento de la autobiografía:

"...todo el mundo lo conocía con el mote de el Macaco. No había quien no se asombrara de que se bañase dos veces al día, usara ropa interior de seda, durmiera por las noches en piyama... Después se le comenzó a estimar... Por las noches jamás salía de casa, y leía en voz alta libros rusos, poemas y cuentos de autores contemporáneos para mí entonces desconocidos: Briusov y Bunin. Hablaba bien el ruso, aunque con un solo defecto: en vez de r pronunciaba l. Y eso fue lo que hizo que nos conociéramos: me encontraba yo junto a su puerta, él leía poemas y luego comenzó a cantar en voz baja:

La noche murmuraba...
"No pude contenerme al oír su pronunciación y solté una carcajada; él abrió la puerta antes de que lograra alejarme y me dijo: "

—Perdone que me atreva a solicitarle un favor, mademoiselle ¿Me permite usted que le haga una visita?

"Me quedé muy aturdida, no comprendí nada; le dije que me excusara y me encerré en mi habitación. Al día siguiente se presentó a hacerme la visita anunciada. Me entregó una caja enorme de chocolates, y luego me dijo:

"—¿Recuerda que le pedí permiso para hacerle una visita? Por favor, tome usted un chocolate. Dígame, ¿cuál es su impresión sobre el tiempo?"

El oficial japonés demostró ser un hombre con intenciones serias, todo lo contrario del alférez Ivantsov, quien concertaba las citas en callejones oscuros y estiraba las manos. El japonés invitaba a la muchacha al teatro a una buena localidad y después de la función la llevaba a un café. Sofía Gniedij le escribió una carta a su madre en la que le refería las intenciones serias del oficial. En su confesión autobiográfica, describe minuciosamente cómo una noche el oficial, que estaba en la habitación de ella, palideció de golpe, cómo su rostro adquirió luego un color violáceo y la sangre le afluyó a los ojos, y cómo se retiró apresuradamente, por lo que ella comprendió que en él había estallado la pasión... y luego lloró largamente sobre la almohada, sintiendo miedo físico hacia aquel japonés tan diferente, por raza, de ella. "Pero fueron precisamente esos arrebatos pasionales, que él sabía contener a la perfección, los que después encendieron mi curiosidad de mujer." Y comenzó a amarlo.

Él le hizo la proposición de matrimonio muy al estilo de Turgueniev, en uniforme de gala y guantes blancos, la mañana de un día de fiesta, en presencia de los patrones de casa, según todas las reglas europeas, y le ofreció su mano y el corazón.

"Dijo que volvería dentro de una semana al Japón y me pidió que lo siguiera, porque muy pronto los revolucionarios tomarían la ciudad. Según el reglamento del ejército japonés, los oficiales no pueden contraer matrimonio con mujeres extranjeras, y los oficiales del estado mayor tienen prohibido, en términos generales, casarse antes de cierto límite de edad. Por tales motivos me pidió mantener en el más estricto secreto nuestra situación, y vivir, hasta el día que lograra obtener el retiro, al lado de sus padres, en un pueblo japonés. Me dejó mil quinientos yenes y una carta de presentación para que pudiera reunirme con sus padres. Le dije que sí..."

Los japoneses eran odiados en toda la costa del Extremo Oriente ruso: los japoneses capturaban a los bolcheviques y los asesinaban, quemando a algunos en las calderas de los acorazados estacionados en la bahía, a otros los fusilaban o los quemaban en hornos construidos sobre pequeños volcanes de lodo... los revolucionarios echaban mano de toda su astucia para destruir a los japoneses (Kolchiak y Sionov habían ya muerto)... Los moscovitas se acercaban como un torrente enorme de lava... pero Sofía Vasilievna no dedica siquiera una línea a esos acontecimientos.

III
La verdadera y auténtica biografía de Sofía Vasilievna comienza el día en que puso pie en el archipiélago japonés. Esta biografía constituye una confirmación a las leyes de las grandes cifras con sus excepciones estadísticas.

No he vivido en Suruga, pero sé muy bien lo que es la policía japonesa y lo que son esos agentes que hasta los propios japoneses llaman inu, es decir perros. Los inu actúan de una manera aplastante, porque tienen prisa, hablan un ruso imposible, piden las generales comenzando con el nombre, patronímico y apellido de la abuela materna; su explicación es que "la policía japonesa necesita saberlo todo"; se enteran, casi sin que el interrogado se dé cuenta del "objeto de la visita". Escudriñan las cosas con la misma brutalidad con que inspeccionan el alma, según el sinobi, o sea el método científico de la escuela de policía japonesa. Suruga es un puerto pequeño, donde fuera de las casas de estilo japonés no existe siquiera un edificio europeo; un puerto donde abunda la pesca del pulpo, al que revientan para obtener la tinta y ponen luego a secar en las calles. En aquella provincia japonesa contribuía a sembrar la confusión, además de la policía, el hecho de que un gesto que en Vladivostok significa "ven acá" quiere decir en Suruga "aléjate de mí"; los rostros de los habitantes, por otra parte, no dicen nada, conforme a las reglas del hermetismo japonés que exige ocultar cualquier intimidad y no revelarla ni siquiera por la expresión de los ojos.

Sin duda le preguntaron a Sofía Vasilievna "el objeto de su visita" y ella no debió recordar con exactitud los apellidos de su abuela materna.

A ese propósito escribe brevemente: "Me interrogaron sobre el objeto de mi viaje. Me tuvieron arrestada. Permanecí un día entero en la delegación de policía. Constantemente me preguntaban sobre mis relaciones con Tagaki y por qué me había dado una carta de presentación: declaré que era su prometida, porque la policía me amenazó con repatriarme en el mismo barco si no hablaba. Tan pronto como confesé me dejaron tranquila y me llevaron un plato de arroz con dos palillos, que entonces todavía no sabía usar.

Esa misma noche llegó Tagaki-san, el novio, a Suruga. Ella lo vio desde la ventana dirigirse resueltamente a la oficina del jefe de la policía. Le pidieron cuentas sobre la muchacha. Tagaki se comportó virilmente y declaró:

—Sí, es mi prometida.

Le aconsejaron devolverla a su patria, pero él se negó. Le dijeron que sería expulsado del ejército y desterrado a algún lugar remoto: él lo sabía.

Entonces quedaron en libertad él y ella. Él, a la manera de Turgueniev, le besó la mano y no le hizo el menor reproche. Después la acompañó al tren y le dijo que en Osaka encontraría a su hermano; que él por el momento "estaría un poco ocupado".

Desapareció en la oscuridad; el tren se internó entre montes oscuros. La muchacha permaneció en la más absoluta soledad, y se convenció de que él, Tagaki, era la única persona por quien sentía cariño y devoción, hacia la cual se sentía ligada y llena de gratitud, y también de incomprensión.

El vagón estaba bien iluminado; afuera todo eran tinieblas. Todas las cosas que la rodeaban le parecieron horribles e incomprensibles, sobre todo cuando los japoneses que viajaban en su compartimiento, hombres y mujeres, se desvistieron para dormir, sin ninguna vergüenza de mostrar el cuerpo desnudo, así como cuando, en algunas estaciones, vio comprar a través de las ventanillas té caliente en pequeñas botellas y cajas de madera de abeto que contenían una cena de arroz, pescado, rábanos, una servilleta de papel, un mondadientes y un par de palillos, con los que había que comer. Después se apagó la luz y los pasajeros comenzaron a dormir. Sofía Vasilievna no logró pegar un ojo en toda la noche, víctima de la soledad, de la incomprensión, del espanto. No entendía nada.

En Osaka fue la última en bajar al andén y se encontró inmediatamente ante un hombre en kimono de tela oscura a rayas, con los pies atados a dos trozos de madera. Se sintió muy ofendida por el silbido con que aquel individuo acompañó su propia reverencia, apoyando las manos abiertas sobre las rodillas, y de la tarjeta de visita que le entregó sin tenderle la mano: ella ignoraba que tal era la manera de saludar entre los japoneses; mientras ella estaba dispuesta a abrazar a su pariente, él ni siquiera se dignaba a estrecharle la mano... Se quedó paralizada, sintiendo que ardía de humillación.

Él no sabía una sola palabra de ruso: le dio una palmadita en un hombro y le indicó la salida. Se pusieron en movimiento. Entraron en un automóvil. La ensordeció y la cegó la ciudad, comparada con la cual, Vladivostok era una aldea. Llegaron a un restaurante donde les sirvieron un desayuno a la inglesa: no comprendía por qué debía comer la fruta antes que el jamón y los huevos. El otro, dándole siempre una palmadita en el hombro, le indicaba lo que debía hacer, sin articular siquiera un sonido, sonriendo inexpresivamente de cuando en cuando. Después del desayuno la condujo a los excusados: ella no sabía que en Japón el retrete era común para hombres y mujeres. Aterrada, le hizo señas de que saliera, el otro no comprendió y comenzó a orinar.

Volvieron a tomar el tren; él le compró una ración de alimentos empacada en una cajita de madera de pino, una botella de café y le puso en las manos los dos palillos para que comiera.

Por la noche bajaron del tren, y él la hizo sentarse en una ricksha: la sangre se le subió a las mejillas por esa sensación casi insoportable de desagrado que experimenta todo europeo al subir por primera vez en una ricksha... pero ya para entonces carecía de voluntad propia.

Atravesaron la ciudad de calles estrechas, siguieron después por callejones y senderos bordeados de cedros, al lado de cabañas escondidas entre el verdor del follaje y las flores; la ricksha los condujo, siguiendo la pendiente de una montaña, hacia el mar. Sobre una roca que caía a pico, en una pequeña explanada sobre el mar, en la bahía, bajo la fronda de los árboles, había una cabaña; se detuvieron frente a ella. De la cabaña salieron un anciano y una anciana, varios niños y una mujer joven, todos vestidos con kimonos, que le hicieron profundas reverencias sin tenderle la mano. No le permitieron entrar de inmediato; el hermano del novio le señaló los pies: ella no comprendía. Entonces la hizo sentarse, casi a la fuerza, y le quitó los zapatos. En el umbral de la casa las mujeres se arrodillaron rogándole que entrara. Toda la casa parecía un juguete: en la última habitación una ventana se abría sobre el amplio mar, el cielo, las rocas: aquel lado de la casa estaba situada sobre el abismo. En el suelo de la habitación había muchos platos y recipientes, y al lado de cada recipiente había un almohadón. Todos, ella también, se sentaron sobre esos almohadones, en el suelo, para cenar.

...Al día siguiente se presentó Tagaki-san, el prometido. Entró en kimono, y ella por un instante no reconoció a aquel hombre que se inclinó en una profundísima ceremonia primero ante el padre y el hermano, luego ante la madre y, finalmente, ante ella. Sofía Vasilievna habría querido arrojarse en sus brazos, pero él retuvo por un minuto sus manos y, con aire de profunda cavilación, le besó una de ellas. Llegó por la mañana. Le hizo saber que había estado en Tokio, que lo habían licenciado del ejército y, como castigo, exiliado durante dos años, concediéndole pasar el tiempo del exilio en su pueblo, en casa de su padre: de aquella casa y de aquel peñasco no debería alejarse durante dos años.

Ella estaba feliz. Él le había llevado de Tokio muchos kimonos. Ese mismo día fueron a registrar su matrimonio en la oficina correspondiente; ella en kimono azul, con los cabellos rubios peinados a la japonesa, el obi (cinturón) que le dificultaba la respiración, oprimiéndole dolorosamente el pecho, y los coturnos de madera que le oprimían un callo entre los dedos de un pie. Dejó de ser Sofía Vasilievna Gniedij para convertirse en Tagaki-no-okusan. Y la única cosa con la que pudo pagarle al marido, al amado marido, no fue con gratitud, sino con auténtica pasión, cuando por la noche, en el suelo, envuelta en un kimono de noche, se le entregó y en las pausas de la ternura, el dolor y el deseo, oían el estallido de las olas bajo ellos.

IV
En otoño se marcharon todos, dejando solos a los jóvenes esposos. De Tokio les enviaron cajas con libros rusos, ingleses y japoneses. En su confusión, ella no cuenta casi nada sobre cómo pasaba el tiempo. Es fácil imaginar cómo soplaban los vientos del océano en otoño, el estruendo de las olas al golpear los peñascos, el frío y la soledad ante la estufa doméstica cuando se sentaban solos durante horas, días, semanas.

Pronto ella aprendió a saludar: o-yasumi-nasai, a despedirse: sayonara, a dar las gracias: do-ita-sima-site, a pedir que tuvieran la amabilidad de esperar mientras iba a llamar a su marido: chotomato-kudasai... En su tiempo libre aprendió que el arroz, igual que el trigo, podían cocinarse de las maneras más diversas, y que así como los europeos no saben preparar el arroz, los japoneses no sabían hacer el pan. A través de los libros que el marido había recibido, aprendió que Pushkin comenzaba precisamente donde terminaba el programa escolar, que Pushkin no era algo muerto como un mamut sino algo que vive y que vivirá siempre; por su marido y por los libros se enteró de que la literatura más grande y el pensamiento más profundo eran los rusos.

Su tiempo transcurría con la severa regularidad de la vida en el campo; con ciertas asperezas.

Por la mañana el marido se sentaba en el suelo con sus libros; ella cocinaba el arroz y los demás platos; bebían té, comían ciruelas en salmuera y arroz sin sal. El marido no era exigente: habría podido vivir meses enteros sólo de arroz, pero ella preparaba también algunos platos de la cocina rusa; iba por la mañana a la ciudad a hacer las compras y se asombraba de que los japoneses no vendieran los pollos enteros sino en piezas, podía comprar separadamente las alas, la pechuga, los muslos. En el crepúsculo, iban a pasear por la orilla del mar, o por las montañas hasta un pequeño templo; ella se acostumbró a caminar con los coturnos, a saludar a los vecinos a la manera japonesa, haciendo reverencias profundas con las manos en las rodillas. Por la noche leían. Muchas noches las dedicaban a hacer el amor: el marido era apasionado y refinado en la pasión, por la larga cultura de sus antepasados, distinta a la europea; el primer día del matrimonio, la madre de él, sin decirle una palabra —ya que no tenían ningún medio común de expresión— le regaló unos cuadritos eróticos en seda, que ilustraban ampliamente el amor sexual.

Ella amaba, respetaba y temía a su marido; lo respetaba porque era fuerte, noble y taciturno, y lo sabía todo; lo amaba y lo temía porque cuando ardía de pasión lograba subyugarla por completo. Había días en que su marido se comportaba de modo sombrío, cortés, esquivo, y, a pesar de su noble conducta, la trataba con severidad. A fin de cuentas era muy poco lo que sabía de él, nada de su familia: su suegro poseía en alguna parte una fábrica, algo relacionado con la seda.

A veces llegaban a visitar a su marido algunos amigos de Tokio o de Kioto; en esas ocasiones él le pedía que se vistiera a la europea y que recibiera a los huéspedes a la manera europea; es decir, bebían el sake, el aguardiente japonés, junto con las visitas; después del segundo vaso sus ojos se inyectaban de sangre, hablaban sin cesar, y luego, ebrios, cantaban algunas canciones y se iban a la ciudad poco antes del amanecer.

Vivían en medio de una gran soledad, el frío de invierno sin nieve se transformaba en el sopor del verano, el mar se encrespaba durante las tormentas, pero era sereno y azul a la hora del reflujo; las diarias jornadas de ella no se parecían siquiera a las cuentas de un rosario, porque éstas pueden ser contadas y recontadas, como suelen hacer los monjes europeos y los budistas, mientras que ella no podía contar sus días.

Aquí puede terminar el cuento sobre cómo se escriben los cuentos.

Pasó un año, otro, otro más.

Se cumplió el término del exilio, sin embargo se quedaron a vivir allí todavía otro año. Más tarde comenzó a llegar a su ermita mucha gente, que saludaba con profundas reverencias tanto a ella como a su marido; lo fotografiaban ante su biblioteca con ella al lado; le preguntaban sobre sus impresiones del Japón. Le pareció que toda aquella gente caía sobre ellos como guisantes salidos de un costal. Supo entonces que su marido había publicado una novela con enorme éxito. Le hicieron ver las revistas donde estaban fotografiados los dos: en casa, cerca de casa, durante un paseo hacia el templo, durante un paseo a la orilla del mar, él en kimono japonés, ella vestida a la europea.

Ya para entonces hablaba un poco de japonés. Muy pronto aprendió a desempeñar el papel de esposa de un escritor célebre, sin advertir el cambio que tiene lugar de manera misteriosa, ese cambio que consiste en no tener ya miedo de los extraños, sino en considerarlos como gente dispuesta a rendirle alguna cortesía. Pero no conocía la célebre novela de su marido ni el argumento. A menudo le hacía preguntas a su marido quien respondía a su pregunta con un silencio convencional; tal vez porque en realidad el asunto no le interesaba demasiado ella dejó de insitir. Pasó el rosario de jaspe de sus días. Unos jóvenes cocineros preparaban ahora el arroz, y a la ciudad ella iba en automóvil, dándole órdenes en japonés al chofer. Cuando su suegro se presentaba, le hacía una reverencia más respetuosa que la que ella hacía para saludarlo.

No cabe duda de que Sofía Vasilievna habría sido la mujer perfecta del escritor Tagaki, igual que la mujer de Heinrich Heine, que acostumbraba preguntarle a los amigos de su marido: "Me han dicho que Heinrich ha escrito algo nuevo, ¿es cierto?..." Pero Sofia Vasilievna acabó por enterarse del contenido de la novela. Había llegado a casa el corresponsal de un periódico de la capital, quien hablaba ruso. Llegó cuando el marido estaba ausente. Fueron a pasear hasta el mar. Y junto al mar, después de conversar sobre algunas trivialidades, ella le preguntó cómo se explicaba el éxito de la novela de su marido, y qué era lo que consideraba fundamental en ella.

V
...Y esto es todo. Cuando en la ciudad de K. encontré en el archivo consular la autobiografía de Sofía Gniedij-Tagaki, compré al día siguiente la novela de su marido. Mi amigo Takahashi me refirió el contenido. Conservo todavía este libro en mi casa, en la calle Povarskaia. El cuarto capítulo de este cuento no lo escribí dejándome llevar por la imaginación, sino siguiendo casi punto por punto lo que me tradujo mi amigo Takahashi-san.

El escritor Tagaki, durante todo el tiempo que duró su exilio, había escrito sus observaciones sobre la esposa, esa rusa que no sabía que la grandeza de Rusia comenzaba precisamente después de los programas escolares, y que la grandeza de la cultura rusa consistía en saber meditar.

La moral japonesa no tiene el pudor del cuerpo desnudo, de las funciones naturales del hombre, del acto sexual: la novela de Tagaki-san había sido escrita con minuciosidad clínica... y con meditaciones al estilo ruso. Tagaki-san meditaba sobre el tiempo, sobre los pensamientos y sobre el cuerpo de su mujer... Cuando a la orilla del mar, el corresponsal del periódico de la capital discurría con Tagaki-no-okusan, la mujer del célebre escritor, puso ante ella no un espejo sino la filosofía de los espejos, ella se vio a sí misma vivir entre las páginas de papel; no era tan importante el hecho de que en la novela se describiera con detalles clínicos cómo temblaba ella en los momentos de pasión y el desorden de sus vísceras; no, lo terrible, lo terrible para ella era otra cosa. Comprendió todo, allí comenzaba lo horrible; eso era un traición excesivamente cruel a todo lo que ella alentaba. Fue entonces cuando pidió, por medio del consulado, ser repatriada a Vladivostok.

He leído y releído con la mayor atención su autobiografía: que toda su vida había sido material de observación, que el marido la había estado espiando cada momento de su vida... estaba escrita siempre con la misma sensibilidad, con monotonía, sin efectos; las partes de la autobiografía de esta mujercita insignificante donde —a saber por qué— se describían la infancia, la escuela y la vida de Vladivostok y también las jornadas japonesas, estaban escritas con la misma insipidez con que se escriben las cartas de amigas de sexto año de la escuela municipal, o del segundo curso de los institutos para muchachas nobles, según las reglas de composición escolar; pero en la última parte (en la que arrojaba alguna luz sobre su vida conyugal) esta mujer había sabido encontrar palabras verdaderas y grandes de simplicidad y claridad, como supo encontrar la fuerza para actuar simple y claramente.

Abandonó la condición de mujer de un escritor célebre, el amor y las costumbres adquiridas y volvió a Vladivostok a las habitaciones desnudas de las profesoras de escuela elemental.

VI
Eso es todo.

Ella: vivió su autobiografía hasta el fondo; yo escribí su biografía, escribiendo que pasar a través de la muerte es bastante más cruel que matar a un hombre.

Él: escribió una novela hermosísima.

Que sean los otros quienes juzguen, no yo. Mi trabajo se reduce a meditar: sobre todas las cosas, y, también, en particular, sobre cómo se deben escribir los cuentos.

La zorra es el dios de la astucia y de la traición: si el espíritu de la zorra penetra en un hombre, la raza de ese hombre está maldita.

¡La zorra es el dios de los escritores!

Uzkoie, 5 de noviembre de 1926

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