jueves, 13 de marzo de 2008

( * ) La última batalla


Esta es una historia que escribí hace mucho tiempo al conocer a mi esposa, me sentí inspirado y estaba influenciado por las aventuras épicas que libraba con los amigos jugando rol. Ahora, saco a la luz esta historia para reafirmar la inmortalidad del amor. Te amo Fabricia.



Veo el cielo cubierto de plateadas nubes hechas girones al amanecer, a lo lejos veo volver al explorador que envié para observar al ejército enemigo, no soy hombre de creer en rumores, pero una corazonada me impulsó a pensar que podría ser cierto lo que dijo esa extraña mujer. Lo veo aproximarse, no parece cabalgar erguido, sacudo la cabeza desechando las malas sospechas pero sus sangrantes vestiduras me dan la contraria— ¡Ha sido herido a traición! —. Puedo ver la flecha de penacho negro en la parte baja de su espalda al momento que se desploma de su caballo, me apeo del mío y llego hacia él junto con mi primer oficial; apoyo mi rodilla en la arena húmeda, mi fiel soldado, con el rostro entumecido por el viento frío y por la sangre perdida, me estremezco, puedo sentir ese frio mortal en mis propias venas, la brisa del mar nos trae ese olor a sal, sal que se verterá sobre nuestras heridas para que queden marcadas por la eternidad, para no olvidar.
—Mi señor, estamos perdidos, nada hay por hacer, son muchos más que nosotros, he sido visto por sus exploradores de avanzada y me han herido de muerte, regresemos a casa, estamos perdidos, he ofrendado mi vida por el reino, no entregues por favor la tuya también, he sido hombre solitario, y nadie habrá de llorarme, tú, en cambio, el pueblo entero depende de ti, eres la guía, sus vidas dependen de tu … —No pudo continuar, tosió y una burbuja de sangre brotó de su boca.
—No hables muchacho —Interrumpí—, no ha llegado tu hora.
—Mi vista está nublada, mi señor —logró interpelar con dificultad—. Sus vidas dependen de tu supervivencia, no arriesgues lo que tus ancestros… —tosió una vez más, y luego otra vez, la arena recibió su sangre, mis manos recibieron su cuerpo inerte, y el cielo su alma sacrificada.

Los valientes hombres que me acompañan están cansados del viaje, poco acostumbrados a la humedad de este clima de costa que los ahoga, llevan en sus rostros la determinación de la bravura amargamente mezclada con el cansancio y la añoranza de la tierra seca.

Mi primer oficial, se aproxima, pone rodilla a tierra y con la mirada sombría dice con voz cansada pero decidida —Mi señor, seremos fieles hasta la muerte, lucharemos a tu lado, bajo el emblema del Dragón Centellante, mejor morir de pie que vivir de rodillas —. Baja la cabeza, observa al explorador que yace sobre la playa, cierra los ojos, aspira profundamente como tomando fuerzas y agrega—. El pobre Giwjan estaba cansado, habló por las heridas, la falta de sangre le nubló los sentidos, no me lo imagino intentando no ser valiente o intentando hacer un llamado absurdo a la retirada, hemos venido hasta estas costas a evitar el avance del enemigo —hizo una pausa, tragó saliva y añadió con la voz seca —. O a morir en el intento.

En mi mente está tu imagen, la primera imagen que tuve de ti, la primera impresión, la primera vez que vi un ángel bajado del cielo, aquel día que entré en la posada, sediento y con hambre, después de una larga campaña, volví a casa, volví a mis tierras, y te encontré, como se encuentra un tesoro largamente buscado, como se encuentra un camino cuando se ha vagado sobre dunas de sal, como se encuentra la luz en las tinieblas, como un ave que por fin encuentra la rama ideal del árbol perfecto para su nido. Ahí estabas tú, bella, hermosa, radiante, Vanimaiel pronunciaron mis labios sin saber porqué utilizando un lenguaje antiguo y perdido en las arenas del tiempo, tu rojiza cabellera sujeta con delicados lazos de cuero, tu vestido amplio de otoñales colores, estrellas y lunas adornando tu cintura, y la más bella sonrisa jamás vista en todo el reino, y quizás en ningún otro reino sobre la tierra. Me era imposible dejar de mirarte, eres un hechizo hecho mujer, inevitable enamorarse de ti, difícil escapar al abismo de tu mirada, no se puede cerrar los ojos ante el enceguecedor fulgor de tu rostro. Escogí un asiento, te acercaste a mí y nuestras miradas se cruzaron, se unieron, establecimos un lazo, observaste la fresca cicatriz en mi frente, y me ofreciste comida y bebida, y yo, que aún no salía del asombro, solamente atiné a asentir con la cabeza. Yo que había enfrentado a poderosos enemigos, grandes guerreros, terribles hordas de bárbaros, nunca me había sentido tan vulnerable como aquel día frente a tu mirada.

Ahora siento miedo, no miedo a la muerte, no al enemigo, mas es el miedo a no volver a verte, miedo a no contemplar nuevamente tu rostro que sería como no volver a ver el cielo. Entonces un juramento germina en mi pecho: traspasaré las barreras de la muerte, franquearé los muros del infierno y volveré a ti, volveré a la calidez de tus abrazos y a la ternura de nuestros hijos, juro por ellos dos, y por el que está en camino, y por el amor que te tengo que volveré, porque el día que de ti me enamoré y logré que me amaras, supe que sería inmortal.

Levanto la rodilla de la arena, miro con firmeza a mi primer oficial, doy una asentimiento que me imagino debe ser sombrío así que intento sonreír, junto con ese atisbo de sonrisa le digo que ah llegado la hora.

—Hermanos míos —Alzo la voz y me aseguro de que todos me oigan, al tiempo que voy avanzando hacia mi caballo— hemos llegado hasta aquí a proteger lo que es nuestro por derecho, a proteger el legado ancestral y a proteger a quienes nos dan la razón para vivir. Quiero que miren al hombre que tiene cada uno a su lado, vean en sus ojos —hago una brevísima pausa para montar—. Verán en esos ojos, la mirada de un hombre que está dispùesto a morir, que entregará el aliento y que recorrerá este sendero de muerte junto con ustedes, verán en esa mirada, la mirada de sus hijos, la mirada de sus esposas, la de su Rey —.Desenfundo la espada y su reluciente hoja brilla como tocada por algún hechizo al reflejar los primeros rayos del sol, la elevo y añado —: Dragones, la inmortalidad es nuestra pero hay que ganárnosla, y esta playa no la habrá de entregar —. A mi grito de batalla responden mis tropas con un rugido animal propio de su estirpe, somos mucho menos numéricamente que el enemigo invasor que ha desembarcado cerca de esta playa, pero confío que el ánimo infundido nos haga parecer más.

Algo a retrasado al Duque y su ejército del norte, con quienes se supone debíamos encontrarnos en este lugar, pero tenemos que hacer frente, detener su avanzada, no podemos dejar que lleguen a las ciudades, el enemigo no esperará y no tendrá piedad.

—¡Larga vida al rey! —se oye el grito animado de mi primer oficial cuando caigo en la cuenta de que el enemigo está próximo
—¡Por Ilfirin! —rugen las tropas.
Espoleo mi caballo, señalo al enemigo con la espada y los cuatrocientos hombres a mi mando, inician una carrera mortal. Se inicia la cruenta y sangrienta carnicería, muchos caen, mi espada ha batido a muchos de ellos, de pronto una flecha de oscuro penacho alcanza su objetivo, atraviesa mi armadura y el amargo veneno se mezcla con mi sangre, caigo de mi caballo y se nublan mis ojos, me aferro a tu pañuelo que tengo atado en mi guantelete, grito tu nombre y escucho el cuerno que anuncia la llegada de las tropas del Duque. Pero ya es muy tarde para mí, la oscuridad cubre mis ojos y entrego el alma.

** -- **

Muchas generaciones han pisado aquella playa de ese país lejano del cual solamente tengo vagos recuerdos que vienen a mí en mis pesadillas, han pasado siglos desde aquel distante día, he cruzado, como lo prometí, los límites de la muerte, en busca de tu amor sincero, puro y verdadero. Te volví a encontrar, en circunstancias más felices que el pie de guerra que nos atormentaba en aquellos días de incertidumbre, pero no por ello, circunstancias diferentes, tú ahí, derramando carisma, hechizando con tu sonrisa, cautivando con tu mirada, contemplaste la fresca cicatriz que llevaba, pero esta vez no en la frente, sino en el corazón, me sentí otra vez vulnerable, y supe que te había encontrado, eras tú inya lisse Vanimaiel, y tú, que no habías escuchado mi juramento, te negabas a creer, tenías tus dudas y me pediste una prueba, te enseñé la imagen que llevo bajo mi piel, fiel reflejo de la imagen que siempre llevé en mi corazón para poder reconocerte cuando te viera. Me había tatuado un ángel con tu rostro sin haberte encontrado en esta vida. Yo no pedí pruebas, sabía que eras tú y aunque no las pedí, me las diste, me ayudaste a descubrir los antiguos versos que habíamos creado para nuestras nupcias, conocías los versos tan bien como yo, juntos volvimos a escribir y recitar el Cantar de los Inmortales.

Hoy soy feliz, plenamente, completamente, sin embargo hay algo aún que nos falta traer a nuestro reino, los suaves pasitos de pequeños pies descalzos que nos buscan tiernamente, las pequeñas manos que se sujetan de las nuestras para no caer en sus primeros días, el dulce trino de sus risas resonando por toda nuestra casa. Pero muy pronto Vanimaiel, muy pronto estarán nuevamente con nosotros y esta vez no nos separaremos, y aunque la muerte nos lo quiera impedir, le diremos que somos inmortales.


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